¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Esplendor del Palacio Real
Mi referente -compartida por miles- Amparo Rubiales tiene entre sus batallas encendidas la lucha contra "la legítima" y el derecho inalienable de los hijos a heredar de los padres. Excelente jurista y aún más extraordinaria polemista, argumenta ferozmente sobre el daño que ese derecho hace a los que dejan la herencia y, a veces, incluso a los destinatarios de la misma. Entiéndase su rechazo como reserva a la quiebra que este derecho tiene sobre la libre voluntad soberana del finado, en beneficio inobjetable de "la sangre de su sangre", vínculo éste tan mediterráneo y tan andaluz, para lo mucho bueno y alguna cosa mala. Cuando la escucho me convence y estoy dispuesta a lanzarme a la calle en pos de firmas contra semejante atropello. Las objeciones que pudiera tener se me ocurren mucho más tarde, como me suele pasar, días incluso después de la conversación. Y son, en lo general, más que argumentaciones en contra, dudas. Cosas del carácter.
A veces la voluntad de los padres no cuenta. Que la genética te haya regalado una calvicie incipiente, unas orejas grandes o pequeñas e incluso manías, es algo casi mágico (aunque seguro que tiene explicación científica). Pudiera ser que su hermana tenga una dentadura admirable y a usted, por ejemplo, no se sabe qué antepasado le ha donado la garantía de un matrimonio indisoluble con su dentista. Ni le explico a dónde van los gananciales. Caprichos del señor de los guisantes (Mendel): mientras un hermano mide uno noventa, otro no pasa de la media latina y mientras una canta como los ángeles, otra desafina hasta dañar los oídos, incluso, de los aficionados a la música dodecafónica (clin, clan, clon y que me disculpe Manuel Ferrand ).
Pero hay herencias que ni son legales ni son legítimas, sino prodigiosas. Tuve una vecina maravillosa que plantó un árbol enfrente de casa y tras su fallecimiento precoz, sin que nadie me lo encargara, supe que me había tocado regarlo y cuidarlo a pesar de que habitara en la tierra de nadie. Ella era así: regaló un árbol a la calle por el placer de verlo crecer. Estos días me he dado cuenta de que yo misma soy una herencia. La que algún amigo muy querido le ha dejado a su propio hijo. Alguien te quiere y sus vástagos se acostumbran a hacerlo, como parte del rito y hasta de la identidad familiar.
En el caso de mi amigo tengo que decir que deja una fortuna millonaria: nos ha querido a tantos que, me temo, sus hijos van a estar muy atareados regándonos, es un decir, aunque vivamos en la acera de enfrente o en la mitad del campo. El sábado me regalaron un libro, tan bien elegido, que supe, mientras abría el paquete, que en el testamento vital de mi amigo cuento como la legítima. Qué suerte la mía.
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