¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Esplendor del Palacio Real
Fue el pasado verano, en una visita al Museo de las Ciencias y la Industria de París, y tras un circuito que glosaba para los niños el origen de la vida, cuando el joven Víctor entendió, a sus seis, cómo se hacían los hijos. Del impacto que supuso en él aquel descubrimiento tuve noticia a los pocos días, cuando el querido M.P. nos comentó lo que sucediera esa misma noche. Cenábamos en casa de un amigo que había convocado un grupo de españoles afincados en la capital francesa, cuando M.P. se ausentó un momento al baño, instante que mi hijo aprovechó para llamarle y hacer con él un aparte. Conocedor de que M.P. y su señora no tenían descendencia, el joven Víctor no dudó en compartir su secreto: A ver, ¿sabes lo que debes hacer para tener hijos? Tienes que hacer el amor. Este episodio entrañable de mi indiscreto vástago me hizo pensar en la densidad del sintagma en concreto. Hacer el amor transmite, digamos, dos ideas fuertes. La primera, que somos capaces de fabricar el amor, así, con nuestros cuerpos. La segunda, que somos hijos del amor. La expresión, a qué negarlo, implica una credulidad, una fe en el lenguaje. Que se puede no haber nacido del amor sino de la imprudencia, el desconocimiento, el error, o el contrato de servicios gestantes... es algo que todos sabemos, tanto como que hay cuerpos que se buscan con ansiedad y no se aman. Llegará el momento, qué duda cabe, en el que el joven Víctor tendrá conocimiento de esto y participará de ese desengaño como de otros muchos que la vida impone. El desencantamiento del mundo, su racionalización, la secularización de las ilusiones, es también un desencantamiento del lenguaje. Hay una forma de decir, nos decía Steiner, que se corresponde con un acto de fe y es por eso por lo que supeditar lo que puede ser dicho a lo que pueda ser demostrado es en parte una abdicación religiosa. En su última obra de teatro, la gran Angélica Liddell llamaba hijos de puta a todos aquellos empeñados en educar a los niños sin una idea de la trascendencia, privándoles de la energía espiritual de las grandes palabras, haciendo del desaliento y el pesimismo una profecía autocumplida. Quiere uno pensar, en todo caso, que pueda ser esta generación que nace ante el deslumbramiento de la inteligencia no humana, entre los arrebatos oníricos de Dora y cónclaves sobre el consentimiento sexual, la que asuma como causa mandarnos a tomar vientos y luchar por el reencantamiento del lenguaje y del mundo. La que vuelva a hacer el amor y haga suya la invocación del poeta: Hermoso mundo, ¿dónde estás? ¡Vuelve, amable apogeo de la naturaleza!
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