La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La sanidad funciona bien muchas veces en Andalucía
Nunca una palabra tan breve ha estado tan preñada de otras: desolación, tragedia, hambre, frío, muerte. Nunca una palabra ha sido adjetivada con tanto esmero para camuflar su carga de horror y limar las aristas de la destrucción. Guerra preventiva. Guerra defensiva. Guerra santa. Guerra civil. En el prólogo que el traductor y profesor Javier Brox está preparando a la edición, inédita en España, del libro autobiográfico de Francesco Fausto Nitti – periodista italiano, partisano en su tierra y miembro de la resistencia francesa– hace un exhaustivo repaso al sentido semiológico de la palabra, a sus orígenes y su etimología y sobre todo a cómo, durante siglos, se ha ido enmascarando para quitarle una brutalidad que su significado no pierde nunca. Recuerda Brox que tras la llamada guerra civil española –abunda por cierto en ese concepto de “civil” que explica exactamente lo contrario, la expresión menos civilizadora de la masacre– el Ministerio de Guerra cambió su nombre por el de Ministerio de Defensa. Como si la defensa fuera motivo suficiente para entender el olor y el fragor de las batallas. Uno de nuestros más brillantes intelectuales, a los que resulta recomendable releer siempre y hoy más que nunca, Francisco Ayala, dejó escrito: “quien dice estar dispuesto a morir por una causa, en realidad es que está dispuesto a matar por ella”. Y el, seguramente más conocido, historiador Anthony Beevor, que ha relatado como nadie algunos de los episodios más sangrientos del siglo XX (Stalingrado, Berlín, Creta, la guerra española) advirtió, hace pocos días en Sevilla, de que el campo de batalla de las nuevas guerras son las ciudades. Luego el objetivo son los civiles. Aquellos que en los medios llamamos “víctimas inocentes” y que produce tanto desasosiego escuchar, como si alguien fuera tan culpable que mereciera morir. Y sufrir. Porque algunas de las escenas que estamos viendo (Netanyahu y Hamas empatando en el tablero del dolor) provocan tal desazón que la muerte aparece casi como el mal menor de vidas que llevan generaciones en un ay de miedo y de terror.
Tres culturas, la Fundación que nació para defender la convivencia entre religiones y filosofías, es aquí mismo, cruzando el puente, una bandera blanca, un grito de alto el fuego. Recuerdo hace algunos años en Esauira, la ciudad-madre de André Azoulai, copresidente y alma de la fundación, la proyección de un documental que contaba una marcha pacífica y a pie de mujeres israelíes y palestinas pidiendo el cese de la barbarie y demostrando que las vidas humanas merecen siempre un acuerdo. Luego, hubo un recital de flamenco andalusí. La cultura nunca es guerra. No existen las guerras culturales.
Solamente la guerra y a quien conviene que haya quien muera y mate. Basta con señalar un enemigo y convertirlo, en todo caso, en un daño colateral. Otra expresión llena de vileza.
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