¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Esplendor del Palacio Real
Precediendo en días a su mujer en el último viaje, hace unas semanas murió don Francisco Mena –el “don” a un profesor de entonces no tiene marcha atrás–. Fue un poeta dolorido, y para muchos maestro en el más amplio sentido, pero sobre todo en el lenguaje, y más aún de ese encaje de nuestra persona en la vida que damos en llamar filosofía, o así Mena, manchego de libro, sin doblez, me hizo concebir aquella materia, hoy arrumbada en las trayectorias escolares, sin duda porque quién quiere reflexión habiendo hipnóticos almíbares a tiro de tecla en internet y en su árbol genealógico, ya infinitamente ramificado en meandros de buscadores, aplicaciones, redes sociales, espías de todo tipo y potentes sucedáneos de la mente humana. No sé si fue Mena o su predecesor en las letras de la primera Educación General Básica, don Valeriano, quien aprovechó que yo –que sacaba buenas notas, y era por tanto soberbiote– me quejara de que me había marcado como falta que yo escribiera edifícios en un dictado, para hacerme ver que no había esdrújula ahí, porque las dos vocales del final son un solo golpe, y no dos sílabas. Aprovechar para explicar el diptongo bastante antes de tiempo es estrictamente magistral.
Caminando hacia el despacho en este lunes de primavera de antología, una anécdota de la recién finalizada Semana Santa, pasadísima por agua, me recordó a don Francisco. Actualmente, eclosionan las procesiones como reclamo turístico: algunas son ya seculares y arriesgan a convertirse en plástico fino y fosfatina, según temen sus cofrades y devotos; otras resucitan, y otras se crean ordeñando un panal de rica miel: también ayer, el alcalde de Madrid comentaba con júbilo la emergencia imparable de la Semana de Pasión de la capital. Cierto es que también se felicitó por el “éxito” de la última edición del desfile del Orgullo. O sea, tomando prestado el hallazgo de Belén Esteban, “por mi Semana Santa (mi Orgullo) ma-to”. Tiremos del chicle de la princesa del pueblo, y reconozcamos que el sacrosanto turismo, sus I+D+i y sus munícipes adictos nos fuerzan a comernos el pollo, como andreítas: “Lugareño, cómete el pollo con troley”. Mencionaremos un sintomático suceso en una de las grandes: una lluvia de pétalos... aunque la Virgen no pudiera ya salir a causa del agua: “Hombre si tiro yo los pétalos, ja”. Esto fue lo que me recordó a mi profesor, que cuando hacía una pregunta en clase y muchos candidatos a responderla cacareábamos al unísono, decía con torcida sonrisa: “Que hablen todos y se calle uno”. En ese plan va la cosa.
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