Alfonso Jiménez Martín

La Giralda y las líneas de Nazca

El autor recuerda y analiza las huellas que quedan de la decisión de dejar marcado el terreno perdido por la Catedral de Sevilla tras el derribo del Corral de los Olmos en 1791

18 de mayo 2016 - 01:00

EN la mañana de domingo, antigua y aburrida como las de la infancia, mientras llueve con ganas desusadas, dos imágenes de Twitter entran casi seguidas en mi teléfono. Una de ellas es otra foto más de los dibujos que tatúan la piel de un desierto peruano, representando monos y alacranes, arañas, peines y árboles, acompañados en este caso por un anuncio en inglés. No hay más que darse un paseo por internet para convencerse de que sólo los marcianos a bordo de platillos volantes pudieron ver estos gigantescos dibujos antes de que las avionetas, los helicópteros y los drones de los yanquis se preocuparan por ellos, uno de los grandes misterios de la Humanidad, las llamadas "líneas de Nazca".

La otra imagen de este domingo tan pasado por agua es de Sevilla, de "una ciudad semidesierta suspendida en un vacío sin horas", como recordaba Julia Uceda, "Sin habitantes, la ciudad es un punto donde se encuentran todos los tiempos, los pasados y los futuros van llegando sin ruido"; la foto, divulgada por un blog que no dice donde la ha pillado, nos presenta la "Vista parcial de la catedral con la Giralda desde las murallas del Alcázar. Año 1870" en la que no se distingue ni un ser humano, como tampoco aparecen en la imagen de Nazca, que nos presenta un colibrí descomunal mezclado con las aportaciones gráficas de unos activistas, defensores de las energías renovables.

La foto sevillana nos muestra la Torre, y la fachada de levante de la Catedral, sin variaciones notables respecto a lo actual, aunque los arcos ciegos de la Giralda todavía mostraban las imágenes de santos que pintaron en el siglo XVI. Obviamente no hay rastros de los pararrayos, que se colocaron pocos años después. En la acera contraria, a partir de la esquina, frente a la puerta del Consistorio, de la Campanilla o de la "Entrada en Jerusalén", vemos el acceso al hospital de Santa Marta, institución creada en 1385, que ahora aloja unas dependencias de la Diputación Provincial; a continuación aparece en la foto la puerta del locutorio del convento de la Encarnación, comunidad que llegó a esta manzana en 1819, cuando expulsaron a las monjas del sitio donde hay están las setas; el siguiente edificio había sido vivienda del presbítero Iribarne, que en 1939 se incorporó a la sede de la Diputación y, finalmente, aparecen los primeros módulos del núcleo original de la fachada de la actual Casa de la Provincia, que entonces era propiedad del banquero Domingo Pérez de Ansoátegui, antiguo indiano y agente de los Rothschild, personaje de novela que había hecho fortuna en California y Almadén. Lo más antiguo e intacto de esta acera es la portada del XVII del hospital, "Casa nº 61", con dos escudos capitulares gemelos y una imagen de Santa Marta, con su acetre y su hisopo.

En la foto peruana no hay vegetación alguna, como está mandado en el caso de un desierto para uso casi exclusivo de alienígenas y ecologistas asilvestrados, mientras la imagen sevillana muestra ya algunas ramas de las acacias y cítricos que se plantaron en 1847 en la plaza del Triunfo, pero no hay noticia alguna de las hileras de naranjos que hoy compiten con las desdichas del mobiliario urbano. En realidad lo único que ha cambiado de forma notable es el pavimento de la plaza que se forma entre las dos fachadas.

Otras fotos antiguas demuestran que la actual plaza de la Virgen de los Reyes y su prolongación hacia la del Triunfo estaban pavimentadas con un incómodo enchinado hecho de cantos rodados, como los que aún aparecen delante de la cara norte de la Torre; así creo que era el pavimento de la foto que comento, que he conocido adoquinado, asfaltado, empizarrado y vuelto a adoquinar. Incluso da la impresión, por la foto, de que había zonas poco transitadas donde la hierba crecía en primaveras como la de este año. Llama la atención que las aceras, tanto la del lado de la derecha como la de la columnas, no tuvieran bordillos y que fuesen de otro material, seguramente losas de Tarifa, que se pusieron de moda por su uso en las bodegas jerezanas.

Lo más interesante son las "líneas de Nazca" que aparecen ante la puerta de la Campanilla; una es el caminito que la unía con los escalinata semicircular que solemnizaba la entrada al hospital, hoy desaparecida, pues facilitaba el acceso y simbolizaba su vínculo con el Cabildo. La otra es la línea blanca que arranca desde la quinta pareja de columnas, avanza hacia levante y tuerce por la plaza de la Virgen de los Reyes hacia Mateos Gago. No es otra cosa que la última huella del Corral de los Olmos pues, tras su derribo, concluido el 12 de agosto de 1791, se decidió que quedase memoria del terreno perdido por la Catedral en favor de los sevillanos "habiéndo señalado con un faja de losas el área que ocupaban aquellas fábricas, cuyo terreno cedió al uso público", como documentó un testigo presencial, Justino Matute y Gaviria. Aún a mediados del siglo XX don Santiago Montoto, lamentando entre esquinas y conventos la amnesia de la ciudad, recordaba el significado de las líneas blancas "Entonces se señaló en el pavimento de la nueva plaza el contorno los edificios desaparecidos y las transformaciones que sufrió en el transcurso de los años, fueron respetadas las señales, hasta la última renovación del adoquinado, en que desaparecieron, por ignorancia de los que regían los destinos de la ciudad". Creo que al cambio de pavimento contribuyeron decisivamente las vías del tranvía.

Pero en realidad no se perdió toda la memoria material del Corral de los Olmos, pues aún siguen estando visibles algunas de sus huellas; las más artificiales son dos cambios en el pavimento entre las columnas y el muro, cuyo zócalo cambia de aparejo entre ellos, justo en frente de la quinta pareja de columnas; en la pared de la Sala Capitular, además de importantes cambios decorativos, vemos las huellas de varios encastres y también una docena de anillas de hierro, distribuidas en dos filas, a las que amarraron hasta 1791 el toldo que sombreaba este acceso secundario de la Catedral, cuyo otro lado colgaba del muro que rememora la fantasmagórica línea del pavimento.

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