La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¿Dónde está el límite de la vergüenza?
Elchiquitín gatea veloz hasta la baranda de la azotea. Dos nenes del piso-playa de enfrente, más mayorcillos y que ya articulan palabra, lo están llamando, "¡Jesú, hola Jesú!". Jesusito se desbarata de alegría. Fin del encuentro. Los amiguitos remotos no se juntarán después para jugar en la arena o chapotear en las olas. No se puede. Además, el más pequeño se extraña y zafa con llantos de cualquiera que se le acerque más de la cuenta: ha pasado gran parte de su tierna edad confinado. Suena a etiqueta para vender conceptos llamar Generación pandemia a las criaturas cuya infancia estará atravesada por este mazazo sanitario y sus delirantes repercusiones, pero de algún modo quisiera nombrar el problema: nuestra sociedad y de forma especial los menores van a estar marcados por este zarpazo y sus parches, no sólo en las capas más visibles (fallas en su educación o en la nutrición de quienes se han alimentado a base de las pizzas de Ayuso), sino en las zonas más profundas y sutiles, en esos asuntos del afecto y la confianza básica que sólo se pueden suministrar a base de abrazos, juegos, conflictos y contacto con los micos de su altura, o acompañamiento de la familia extensa -las titas, el abuelo o la prima como otros referentes y planes de fuga de los rigores parentales-.
Hay aspectos inevitables de esta crisis que han marcado a la Generación pandemia. Pero hay otras heridas en el alma de los menores que se pueden evitar, o al menos amortiguar, que no son producto de la enfermedad, sino de sus deficientes remedios. Que a estas alturas de agosto no esté claramente organizado cómo volver al cole, que sintamos que las administraciones han escurrido la responsabilidad hacia los centros educativos, que el ingreso mínimo vital no haya llegado ni al 1% de los hogares que lo necesitan, que los rebrotes nos estén dejando al borde de que las niñas y los niños vuelvan a no poder pisar la calle, y hasta que se culpabilice de ello a la muchachez y a sus picos de brío y hormonas (si quieren ver mangurrinos sin mascarilla vean el vídeo de la caterva de tíos como trinquetes el otro día en Torremolinos) hace más honda la herida, más larga la secuela, más difícil la salida. Toda una generación -que será el futuro, pero que ante todo son las niñas y niños del presente- puede quedar sólo tocada o definitivamente lastrada. Ello depende de cada cual, de la sociedad y de nuestros (presuntos) representantes. Por ahora, el balance es lamentable.
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