La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Minerva, la diosa del gobierno local
Se puede escribir la historia en el friso helicoidal de la Columna Trajana o garabateando “Los pequeños ladrones piden a Vatia como edil” en una pared de Pompeya. Tener la humilde grandeza del emperador Marco Aurelio –delicia del género humano– o la soberbia de Bonaparte coronándose ante el Papa en Notre Dame; compartir la victoria con quienes la hicieron posible –recordemos el inmortal “nunca tantos debieron tanto a tan pocos” dedicado por Churchill a los pilotos de la RAF tras vencer a la Luftwaffe en la Batalla de Inglaterra– o sentirse Currita de Albornoz y querer ser la novia en la boda, el niño en el bautizo y hasta el finado si se trata de asistir a un entierro. Todo es cuestión de qué se pretenda. Igual que la grandeza del Antiguo Egipto queda plasmada en la monumental Aida del maestro Verdi o parodiada en la genial y sicalíptica Corte de Faraón de Lleó, Perrín y Palacios. La cuestión está en saber medir la predisposición a la tragedia para no caer en el ridículo a fuerza de ir degenerando por puro infantilismo, sobreactuación y cesarismo de guardarropía.
Y es que ya lo explicó Belmonte aquella tarde que fue a un festival benéfico presidido por uno de sus antiguos banderilleros, entonces Gobernador Civil de Huelva. Un amigo que le acompañaba, asombrado ante el insólito y raudo ascenso político del tal Miranda, que así se llamaba el rehiletero, le preguntó: “Don Juan, ¿es verdad que el gobernador toreó en su cuadrilla?”. Belmonte, con su habitual parquedad, le dedicó un lacónico “Sí”, que fue replicado por el curioso; “¿y cómo se puede llegar de banderillero a gobernador tan rápido?” A lo que el maestro contestó: “Degenerando”.
Y es que estamos de un trágico que ya me imagino a más de uno llorando por las esquinas si el señor Sánchez abandona la presidencia del Gobierno presentando su dimisión, mientras sus deudos cantan por las esquinas, con un falsete al estilo de Antonio Molina, aquello de: “A donde quiera que vayas, en donde quiera que estés, aquello que me juraste, te tiene que remorder…”. Y conste que yo sería más de recordar al maestro Alonso y su Luna de miel en El Cairo, porque al fin y al cabo, “tomar la vida en serio, es una tontería, hay que gozarla, hay que reír, pues de un berrinche, puedes morir…”. Y tampoco hace falta tanta tragedia, ni tanta pose, ni tanto teatrillo. La democracia abomina de los imprescindibles. Y más aún, de quienes se creen tales.
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