La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Los calentitos son economía productiva en Sevilla
DE POCO UN TODO
CUANDO prometí escribir sobre la funcionariofobia, no sabía lo que nos esperaba. Lo de los controladores puede ser un hecho aislado o no. Declarar el estado de alarma y militarizar a unos empleados públicos (en huelga salvaje, sí), regularlos antes a golpes de decreto, sacar a los generales a que les saquen luego las castañas del fuego a los políticos, y ver a éstos jaleados unánimemente por toda la prensa… no son minucias. Se había predispuesto previamente a la opinión pública contra los privilegios de los controladores, que, por su parte, no han controlado nada, la verdad. El solemne Bono remata con un discurso para celebrar los acontecimientos que pone la carne de gallina: así se tratará a todo el que se atreva a echarle un pulso al Estado.
Mientras tanto, poco a poco se va insuflando en la opinión pública una antipatía creciente contra los funcionarios. Desde luego, la mayoría de ellos no tiene (no tenemos) los sueldos de los controladores, pero tiene (tenemos) un trabajo fijo, que en tiempos de crisis no cuesta nada vender como un privilegio aristocrático.
Ese puesto fijo, ciertamente, está muy bien, pero no podemos olvidar su razón. Es una protección al ciudadano: evita que los partidos políticos vampiricen a la Administración, ocupando con los suyos hasta la última esquina. Nada defiende tanto la neutralidad del Estado como los funcionarios. Quizá porque limitan su poder, los políticos los miran con cierta antipatía. O no, simplemente es que alguien ha de pagar el pato de la crisis, y no van a ser ellos…
También se olvida que la vía de ingreso en la función pública es la oposición. Los funcionarios son un vestigio de meritocracia. No es extraño que a los refractarios al esfuerzo les incomode la función pública. No deberíamos dejarnos arrastrar por ese rechazo, pues nos interesa que, en la medida de lo posible, nos administren los mejores.
Mover a la sociedad por envidias (al salario de aquel, a la estabilidad laboral de este, a las vacaciones del otro o al prestigio de ese) la envilece. Como guiarla por prejuicios: tampoco es cierta la leyenda negra de la falta de productividad.
Dicho esto, si la gravísima situación económica lo exigiese, habrá que hacer ajustes y tendremos que soportarlos entre todos. Conviene, no obstante, vigilar atentamente a los que dirigen los ajustes. Tienen tendencia a no ajustarse ellos nunca jamás. Y tendrían por donde empezar: el derroche autonómico, la duplicación de cargos, sus sueldos, sus jubilaciones, sus campañas, sus asesores, sus despachos… No deberíamos permitirles un solo recorte más hasta que prediquen con el ejemplo.
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