Gafas de cerca
Tacho Rufino
Un juego de suma fea
El tren de la bruja
Adeterminadas alturas de la vida, cuando los años alcanzan las que parecen más estables cimas de la madurez, tiene poco sentido buscar excusas para contar, explicar y, sobre todo, justificar lo que se piensa o lo que se hace. Si bien no es la misma cosa pensar sin hacer -porque de buenas intenciones saben mucho los derroteros del infierno, y de faroles los menos lobos de Caperucita-, que hacer sin pensar -que tampoco es juicioso, aunque a veces se recomiende, no darle alguna vuelta a la cabeza-. Así que hace unos días, delante del espejo y en un ejercicio tan cotidiano como esta vez de detenida contemplación, ella se dijo que iba a comprarse un traje nuevo de flamenca, que allá esas canas cada vez menos repartidas por más presentes, que la que tuvo retuvo y que, en su plena madurez, importan más las proporciones de un porte hermoso que la resultona presencia de un bombón; término este ortodoxo, porque la Academia, sin veleidades de género, denota con él a una persona joven y atractiva. De esa manera así se iría a la Feria, decididamente resuelta a divertirse y a regalarse los buenos ratos que la vida no siempre le procura en la forma que más los anhela y necesita.
A la Feria, entonces, sin excusas ni obligación, sino por una decidida e íntima voluntad que hace saltar los resortes del ánimo y abre los oxidados cerrojos de la felicidad. Nótese que todavía no se ha mentado la bicha de la crisis, ni se ha hecho prescripción de la Feria por decreto del almanaque o por dictado de la costumbre. Tales serían, sí, las excusas más a propósito para abonarse a un ejercicio desganado o, más bien, a un protocolo consabido de apariencias por el que dejarse ver es el buscado correlato del estar. Y es que, así considerada la Feria en el imperativo de la voluntad, antes que aliviar la crisis la recrudece porque las entretelas del ánimo no son fáciles de hilvanar con los pespuntes de lo que se impone. Por no contar los atropellos a la cuenta que era corriente pero ahora canina, sin el interesado consuelo de los préstamos al consumo.
A la Feria, sí, a la Feria pero como, después de la introspección del espejo y de repasar las lecciones del alma, ella decide ir convencida de que la felicidad es tan esquiva como propicia cuando sabe buscarse al son de la oportunidad y sin más aparato que el de sentirse a gusto. De modo que si se la encuentran en el real, mírenla a los ojos, que cautivan, escuchen su sonrisa, que embriaga, reparen en su cintura, que embelesa, y rematen la faena con un "¡Que me quiten lo bailao!".
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