¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Esplendor del Palacio Real
Salvo para los muy aficionados al atletismo, el nombre del madrileño Ricardo Rosado no les dirá nada, y sin embargo ha protagonizado uno de esos momentos con los que, de vez en cuando, la mayoría de los mortales nos reconciliamos con la condición humana. El pasado domingo, Ricardo corrió la maratón de Málaga. Iba en sexto lugar cuando, a pocos metros de la meta, vio flaquear al atleta que iba por delante, el keniata Evans Kiprono, quien avanzaba tambaleándose. Ricardo no lo dudó, redujo su ritmo de carrera, le alcanzó, y agarrándole por la cintura le acompañó en los últimos metros. El keniata terminó en quinto lugar y Ricardo, detrás. Me llamó la atención una frase suya que recogieron los medios: “Es que ha sido mejor que yo durante 42 kilómetros. Por estos tres últimos metros, el no merecía un puesto peor que el mío”. No se puede ser más sincero, ni más generoso.
Valores del deporte. Fair play, que diría Shakespeare. Afortunadamente el caso de Ricardo Rosado no es único. De vez en cuando nos llegan ecos de otros gestos iguales o parecidos, llenos de esa solidaridad que nos engrandece a todos los humanos. Pero estamos tan poco acostumbrados a ello que, cuando suceden, nos quedamos en un extrañoshock, un mini-trance a caballo entre la incredulidad –no terminamos de creernos que haya gente que haga cosas así– y la alegría de constatar que sí, que las hay, y que ese tipo de gestos son posibles. Queda aún humanidad, nos decimos, aunque sólo sea para reconfortarnos ante el –a veces triste, a veces duro– horizonte cotidiano.
Y entre medias… pues ahí andamos: normalizando, cada vez más, comportamientos a los que resulta imposible añadir el apellido “humano”. Las imágenes hablan solas (Palestina, Israel, Ucrania…). Actitudes indignas de una sociedad que se autodenomina civilizada y en la que –a qué engañarnos– actitudes y gestos como el de Ricardo Rosado, ni están ni se les espera. Desde la pandemia del Covid, el síndrome del “como si no hubiera un mañana” parece haberse asentado en nuestras cabezas, acompañado de un yoísmo que desagrada tanto como desespera. Empeñados, además, en un consumismo feroz miramos a los que no pueden llegar a nuestros mismos dislates con el desdén del nuevo rico… que no somos. Allá se las apañen. ¿Solidaridad? Vamos, no te ralles. El vivo al bollo, y así nos va. Casi sin darnos cuenta hemos ido alimentando a una bestia que campa ya a sus anchas, ahíta de falsas soflamas, que solo se importa así misma y para la que el fair play, viene a ser una cosa de “nenazas”. Luego diremos que nos pilló por sorpresa.
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