¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Esplendor del Palacio Real
EN una película cuyo nombre ha sido borrado de mis circuitos neuronales, un yanki de turismo en Francia exclama desesperado: “¿Cuántas veces tendremos que liberar a este país para que los taxistas de París sean amables con nosotros?”. Diana. No hay nada más ridículo que el sentimiento de superioridad que mantiene el llamado Viejo Continente hacia el Nuevo Mundo. Un complejo que, aunque hunde sus raíces en el colonialismo que se desarrolló entre los siglos XVI y XIX, paradójicamente tiene a sus más fervientes cultivadores en una progresía que, durante la Guerra Fría, hizo del antiamericanismo (es decir, de la antidemocracia) una bandera a la que aún muchos no han renunciado. Los europeos nos solemos creer más civilizados, más educados, más solidarios, más cultos y más refinados que esos cowboys de ultramar que no saben ubicar en el mapa la provincia de Toledo (Spain).
Sin embargo, sólo hace falta rascar un poco para que toda esta autosuficiencia europea se resquebraje. Es lo que hizo el otro día el alto representante de la UE para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad y vicepresidente de la Comisión Europea, Josep Borrell, quien dejó claro que la pax continental se ha construido en los últimos años gracias a la energía barata llegada de Rusia, la dejación de funciones en materia de Defensa (confiando siempre en la musculatura del amigo americano) y la existencia de una fábrica y un mercado teóricamente inagotables como era China. La guerra de Ucrania ha hecho que salten por los aires todos estos pilares y ha colocado a Europa ante el espejo, devolviéndole no la imagen de una moza rolliza en su esplendor, sino la de una vieja de carnes enjutas y lentos movimientos. Como dijo Borrell, “no podemos seguir siendo un herbívoro en un mundo de carnívoros”. Vamos camino de convertirnos en la materia prima de la gran barbacoa global.
Josep Borrell es uno de los políticos más interesantes y formados de España, una prueba de que otra izquierda, lejos del engendro Frankenstein, es posible. Tiene la fortaleza de la gran tradición conservadora y la sensibilidad de la socialdemócrata. Lo demostró durante el procés y lo vuelve a demostrar ahora con Ucrania. Ya sólo hace falta que alguien le haga caso.
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