La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La sanidad funciona bien muchas veces en Andalucía
Vaya por delante, cual excusatio non petita, que consideramos el Brexit un asunto desagradable e innecesario. No nos cabe la menor duda de que el Reino Unido se equivoca y que su escapada en solitario tendrá más de revoloteo gallináceo que de elegante y silencioso planear aquilino. Pero nos ha resultado muy llamativa la airada reacción de amplios sectores de la opinión pública del Continente, que han basculado entre el despecho del amante y el rencor del noble humillado. Cierto es que personajes como Nigel Farage, el derechista paladín de la secesión, son odiosos y representan un tipo de chulería política que huele a Brummel, xenofobia y nostalgia imperial trasnochada, pero también lo es que la Gran Bretaña nunca se sintió cómoda del todo en una UE que veía como un nido de burócratas sin paladar para distinguir los matices de un buen Bibury Blackberry Pie. El viejo Reino Unido (biológica y culturalmente hablando) nunca comprenderá que personajes alejados puedan regir su destino. Esto quizás no lo entiendan los jóvenes urbanos, hiperconectados y globalizados, pero sí las ancianas amantes de los gatos, los sargentos de Su Majestad, los señoritos del Boodle's Club, los tenderos de Frome, los granjeros del condado de Somerset o los hooligans del Arsenal.
Lo más preocupante en la reacción europea es la falta de autocrítica, el convencimiento de que todo ha sido una confabulación populista en la que la UE no tiene ninguna responsabilidad. Tanto los cínicos como los ingenuos nos quieren vender la Unión Europa como un proyecto utópico, un camino de perfección que culminará en una arcadia política y económica. Ponerlo en duda, como han hecho los brexiteers, es blasfemia. La realidad es muy distinta. La Unión Europea es necesaria e ineludible para España, una buena idea que, sin embargo, está sometida a tensiones y vicios de difícil solución, como la pugna entre Francia y Alemania por la hegemonía, el exceso regulatorio o la falta de piedad a la hora de tratar ciertos asuntos espinosos. Europa no es una "vieja puta", como la llamaba García Serrano, pero tampoco la cándida doncella que algunos pintan.
El Reino Unido se fue y corre el peligro de convertirse en un parque temático de la anglofilia, con señores con bombín y albañiles con un bulldog tatuado en el hombro. España pierde un posible aliado para obligar a la UE a mirar al Atlántico (nuestro gran horizonte), pero ofenderse -incluso insultar- por lo que ha sido una decisión machaconamente democrática -la última victoria de Boris Johnson así lo indica- es sencillamente inútil y ridículo. No es el momento de lloriqueos, sino de defender los intereses de la Unión.
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