La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
Hojas de acanto
HAY instantes en la vida de hermandad que son muy intensos, emotivos y nos nutre en nuestro caminar como cofrades. Hay momentos tan emocionantes como los cultos y, sobre todo, la estación de penitencia. Es cuando la hermandad se viste de gala, se limpian todos los enseres, se montan los pasos, fastuosos y fugaces altares para nuestro Cristo o nuestra Virgen. Su montaje lleva horas y días de preparación y de colocación, todo el equipo de priostía se dispone para ello, y no importa el esfuerzo, porque queremos que nuestra cofradía procesione con solemnidad, y armonía, que toda Sevilla hable del esplendor de los mismos.
Es todo un ritual desarrollado a través de los siglos, de generación en generación, que ha dado origen a todo un arte. Todo un arte con una progresión de colores, de olores y de sonidos que nos transporta en una gama de sensaciones, de sentimientos y de vivencias.
Pero los cofrades no debemos llevarnos sólo por estos preparativos materiales, no debemos vanagloriarnos sólo del exorno de nuestros pasos o del discurrir de nuestra cofradía por las calles hispalenses. Tenemos que ir más allá y realizar una verdadera estación de penitencia, no podemos quedarnos en lo exterior.
Qué esos maravillosos y bellos pasos sirvan para que nosotros también nos preparemos internamente, que cada vela que ponen nuestros priostes sea una llama encendida en nuestra vida interna, que cada flor nos dé el aroma de la solidaridad, que cada levantá nos impulse en nuestra fe en estos tiempos convulsos.
Por ello, tenemos que sosegarnos ante tantas papeletas de sitio sacadas, ante tantas reuniones de celadores, ante tantos ensayos de costaleros y de músicos; y reflexionar sobre el verdadero sentido y el fin principal de nuestra estación de penitencia.
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