La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La sanidad funciona bien muchas veces en Andalucía
Imaginemos una escena. Es Domingo de Ramos. Bob Dylan está en Sevilla. Ni él mismo sabe por qué, pero está en Sevilla. Y en contra de su costumbre, sale a la calle y se mete entre el gentío. Como siempre, va bien camuflado por su sudadera y su capucha. Como siempre, camina con esa actitud recelosa que nos hace pensar en el judío errante de la leyenda medieval. Pues bien, paseando, disfrutando de un raro momento de plenitud vital, nuestro Dylan -que es uno más de los miles de Dylans que conviven dentro de ese ser único que quizá nadie haya llegado a conocer- llega hasta el parque de María Luisa. Aliviado al ver que nadie se fija en él, se abre paso entre la multitud. Sonríe cuando ve el letrero del Bar Citroen. Sonríe de nuevo cuando ve a las familias trajeadas comiendo tapas de paella. Y sonríe otra vez cuando ve el trajín de cervezas por todas partes.
Y de pronto llega la procesión. Capirotes blancos, túnicas blancas. Nuestro Dylan -que es paciente por primera vez en su vida- espera cobijado bajo un árbol. Llegan los sones estridentes de una banda de música. Tambores, cornetas, quizá metal. Hay algo en la música que le suena vagamente familiar, como el olor de la cocina en la casa de sus padres. La música se acerca. ¿Qué es eso que suena? Llegan más capirotes. Cirios. Rumor de pasos. Empiezan los empujones cuando llega un crucificado, rodeado de esa extraña imaginería barroca que ha sabido convertir la desesperación en una forma incomprensible de belleza. Y luego llega la banda de música, que está tocando -ahora no hay dudas- Blowin' in the Wind.
Dylan -ese Dylan que no es más que uno de los muchos Dylans que se apretujan detrás de la máscara que dice llamarse Bob Dylan- recuerda de repente cuándo compuso esa canción. O más bien intenta recordarlo. Pero es inútil. ¿La compuso él? ¿O simplemente adaptó un viejo espiritual negro y luego le añadió un par de versos robados a Woody Guthrie? Pero qué importa eso ahora. La canción es suya. O más bien fue suya, porque ahora ya no lo es. Seguro que ninguno de esos músicos jóvenes que la tocan ha oído hablar de Bob Dylan. Mejor así. La banda se aleja. La música se apaga. La gente vuelve a pedir tapas de paella y cervezas. Los niños ríen. Un globo se escapa. Dylan vuelve a sonreír. Se ajusta la capucha y se marcha por donde ha venido, caminando deprisa para que nadie pueda fijarse en él.
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