¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Esplendor del Palacio Real
Cuentan que Manuel Halcón, al ver los negocios desastrosos que su hijo emprendía, mantuvo con él una conversación:
-"Hijo, ¿por qué no te dedicas a lo que han hecho siempre los señoritos?".
-"¿Y qué es eso que han hecho siempre los señoritos, papá?".
-"Nada, hijo, nada".
Es hora de que Pedro Sánchez mantenga una conversación similar con Alberto Garzón, ministro de Consumo. Su último empeño, ya lo saben, es prohibir la publicidad de dulces dirigidos al público infantil. A este Gobierno con alma de beata de pueblo le encanta prohibir. Tanto, que el viejo libertario Gonzalo García-Pelayo, que ahora nada en bitcoins, colgó el otro día un meme en Twitter en el que afirmaba más o menos así: "Dejad de prohibir, que no logro desobedecerlo todo". La verdad es que todo esto es un estrés. ¿Qué se fizo del espíritu sesentaochista? ¿Del prohibido prohibir del que alardeaba la gauche d'antan? Nos vamos a tener que pasar la vida ejerciendo de insumisos, comiendo donuts en las catacumbas y predicando contra la Ley de Memoria Histórica. Deprimente panorama.
La literatura científica da suficientes pruebas de que un consumo excesivo de azúcar es perjudicial para la salud y que fomenta la obesidad infantil. También de que es malo atiborrarse de chorizo -¡ah, el colesterol!- y de que el exceso de marihuana deja en el rostro un rictus de carajote. Todo esto lo resume el sabio refranero español con el famoso "todo lo bueno o mata o engorda". Pero imaginamos que hay caminos más sabios para bajar la población de niños gordos que el de imponerle prohibiciones a empresas que cumplen con la ley y pagan sus impuestos. Entre ellas está la educación. Pero no a los párvulos, que ya están bien aleccionados en las escuelas de que donde esté una buena lechuga que se quite un dulce con doble capa de chocolate y relleno de crema. A quienes hay que formar es a los padres, que son los que introducen en las carteras de los niños la bollería industrial.
Al menos, Garzón debería excluir de su edicto a la industria de dulces artesanos de España; a las vetustas confiterías de provincia, las pastelerías de pueblo y los obradores de monjas. Cambiemos bollicaos y tigretones por yemas de San Leandro, japonesitas de La Perla, perrunillas de las clarisas, bizcotelas de Rufino, empanadillas de las mercedarias... Probablemente muchos niños seguirán gordos, pero felices como hermanas torneras.
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