Monticello
Víctor J. Vázquez
El auxilio de los fantasmas
Sevilla no es ciudad fácil para el forastero. Esto es un tópico, es decir, una verdad amparada por la experiencia común, del que se han hecho eco gentes de toda procedencia y extracción aterrizadas entre nosotros por esas cosas de la vida. Las consecuencias de esa peculiar idiosincrasia, quizá derivada de la potencia de los lazos y ramificaciones familiares que todo lo absorben, sobre la realidad económica, cultural y, sobre todo, social de Sevilla darían para un bonito estudio de esos que riegan primorosamente fundaciones de cajas extintas o en activo. La vida religiosa no escapa a ese tópico que es ley.
Sevilla, dicen, es muy de sus católicas tradiciones, pero todas las esencias tienen sus custodios, y aquí se trata de una verdadera guardia de hierro cuya principal misión, y conste que no me parece del todo mal, es mostrar al recién llegado que pisa un terreno frágil donde no se regala nada a nadie por ser vos quien sois. Bajo esos condicionamientos, abrirse camino como arzobispo de una sede compleja, en tiempos nada fáciles para la Iglesia universal y local, poder mostrar al cabo de diez años de ejercicio un conjunto muy notable de resultados espirituales, pastorales y organizativos -cuando además no siempre acompaña la salud-, y ganarse el respeto de todos y el afecto o la admiración de la mayoría, no es sencillo. Don Juan José lo ha conseguido porque renunció desde el primer día a ser el agradador buenista que muchos creen debe ser un obispo hoy con tanto daño para sus diócesis, porque ha sabido ejercer una medida autoridad cada vez que ha sido preciso, pero sobre todo porque ha sido y es, puedo dar fe, un pastor cercano y paternal que sabe escuchar y tocar en cada momento el corazón o la conciencia de quien se le acerca. Ah, y porque, algo fundamental e impagable en estos tiempos, de su boca, de sus escritos y de sus actitudes nunca ha salido nada que no sea sana doctrina, ortodoxia católica, evangelio y fidelidad a Cristo. A sus cartas semanales me remito.
La Sevilla católica supo acompañar filialmente a su arzobispo de mirada clara y limpia el pasado sábado con motivo de sus bodas de oro sacerdotales. Una celebración que podría pensarse casi meramente personal, se convirtió en ocasión para que la ciudad esquiva expresara en una hermosa ceremonia en la Catedral, de manera honda y emotiva su afecto a quien supo amarla primero. Sevilla es difícil, pero no ingrata.
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