Desintegración

Es cada vez más difícil definir, en España como en Europa, un conjunto de valores compartidos

11 de junio 2024 - 01:00

Evocaba aquí Víctor J. Vázquez, hablando de los vínculos que unen o desunen a las comunidades en la “era de la desintegración” y de esos inframundos en los que el predicador de turno y sus seguidores se comportan como los fanáticos de una secta, el llamado consenso de posguerra. En el caso italiano al que se refería su artículo u otros a los que también se aplicó o podría aplicarse la expresión, con distintos matices y un mismo sentido abarcador, la disposición a los acuerdos permitió superar las diferencias partidistas –no sin conflictos, no sin disputas enconadas, no sin impugnaciones retrospectivas– durante el proceso de reconstrucción que siguió a la devastación del continente. Décadas después y en la misma Italia, la fórmula del compromiso histórico, teorizada por Enrico Berlinguer, buscaba algo parecido en años convulsos, los mismos de la Transición española en la que no por casualidad la palabra consenso adquirió carácter de fetiche. Para los sectores que cuestionan el régimen del 78, un conglomerado difuso pero cada vez más amplio en el que se mezclan agitados, no revueltos, los nostálgicos de la dictadura, los populistas de izquierdas o de derechas y –valga la redundancia– los nacionalistas periféricos, ese consenso de entonces o la mera sugerencia de que serían deseables los pactos de Estado entre fuerzas de distinto signo, tan evidentemente beneficiosos para el bien común, es sinónimo de mercadeo, claudicación y renuncia a los principios. No es así, desde luego, y la experiencia demuestra que hace falta más valor para pactar que para hacer piña entre los fieles. Los que pensamos que en lugar de encastillarse en los nichos propios hay que procurar fórmulas para la convivencia no somos seres desideologizados ni carentes de convicciones o de lealtades políticas, religiosas o sentimentales, no somos blandos ni líquidos ni conformistas. Antes al contrario, defendemos la concordia porque sabemos que nuestras sociedades no son unánimes ni homogéneas, no nos creemos en posesión de la verdad y si lo creemos –los que lo crean– no pensamos que nuestras ideas o afinidades personales, en asuntos sobre los que hay diferencias inconciliables, tengan que ser válidas para todo el mundo. También sabemos que donde se imponen los maximalismos y la lógica frentista proliferan las trincheras, las burbujas tribales, los separatismos vinculados a la identidad, las exhibiciones de pureza. A diario vemos cómo se agrieta el tejido social, sometido a tensiones que hacen cada vez más difícil definir, en España como en Europa, un conjunto de valores realmente compartidos. Cunde la sensación de que estamos jugando con fuego.

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