La aldaba
Carlos Navarro Antolín
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EL problema sobre la desigualdad de la distribución de la renta ha irrumpido con fuerza durante la actual crisis económica, tanto en el ámbito de la investigación académica como en la agenda política.
Los trabajos de Atkinson y Pikkety han analizado la evolución de la distribución de la renta a largo plazo e impulsado una discusión acerca de las consecuencias que ello tiene para el sistema de mercado y para el propio sistema político y de convivencia que los países occidentales hemos diseñado durante el último siglo.
Con respecto al primer punto, es conocido cómo el sistema de mercado tiende a profundizar las desigualdades en renta si no hay una intervención potente del Estado a través del sistema impositivo, de un lado, y del gasto social, de otro.
Las razones de dicha evolución descansan en que el rendimiento del capital observado durante el último siglo ha sido sistemáticamente superior al propio crecimiento de las economías. Un 5% y 2,5%, respectivamente. En la medida en que esto ha sido así, la acumulación de rentas en favor del capital ha ido provocando una mayor desigualdad. En la visión tradicional del crecimiento económico no hay ninguna razón que avale esta evolución. De hecho, si el capital presenta rendimientos decrecientes, la invalida.
Ahora bien, dos razones -no contempladas suficientemente en los trabajos publicados- que pueden explicar dicha evolución residen en que en las modernas economías el valor del capital físico es cada vez menor -los ordenadores son cada vez más baratos- produciendo un volumen creciente de renta y, en consecuencia, aumentando su rentabilidad.
Y en segundo lugar, porque es el capital humano aplicado a tareas de investigación y productivas lo que explica nuestra evolución a largo plazo. Ese capital humano presenta rendimientos que no son decrecientes y de los que se apropian los empleados más cualificados, en parte, y en gran medida las empresas para las que prestan sus servicios. Ambas razones tienden a incrementar una distribución más desigual.
Abundando en las consecuencias económicas de la distribución, la crisis ha puesto de manifiesto que una distribución más desigual obstaculiza la salida de la misma. La razón es clara. Los ricos, digamos, llega un momento que no consumen más aunque su renta siga creciendo. Por el contrario, si los pobres, y también la clase media, poseen una renta menguante, disminuirán su nivel de consumo y, en consecuencia, provocará que el crecimiento agregado se reduzca.
Respecto de la segunda cuestión -nuestro sistema político y de convivencia- los ciudadanos, especialmente los europeos, hemos esperado, desde que finalizara la II Guerra Mundial, que el Estado nos ofreciera oportunidades y protección crecientes, especialmente en momentos de crisis. La legitimación del Estado y sus instituciones ante los ciudadanos resulta esencial para mantener la paz social y para que creamos y apoyemos al sistema de economía de mercado, que ha generado los mejores resultados en términos de renta, empleo y gasto social.
¿Y cuáles son los datos que explican la evolución de las desigualdades y la pobreza? La tendencia general desde principios de los ochenta ha sido la de una desigualdad creciente entre los países occidentales. Hay distintas formas de medir la desigualdad.
Si tomamos como referencia el índice de Gini -que tiene en cuenta las rentas salariales y de capital, deducidos los impuestos y la seguridad social y añadidas las transferencias- en el caso español, fue disminuyendo durante la década de los ochenta, aumentó a principios de los noventa para reducirse nuevamente hasta mediados de la década pasada. Durante la crisis ha vuelto a aumentar colocando a España en el país europeo con mayor desigualdad entre los grandes países.
Mayor desigualdad no significa necesariamente que el 1% o el 10% con mayor renta hayan acumulado más. De hecho, la proporción de renta de ambos grupos durante los últimos 30 años ha sido bastante estable en España. En 1981, el 1% más rico en España poseía el 7,5% de la renta; en el año 2012, el 8,2%, inferior al 9,7% que, como media, presentan los países de la OCDE.
¿Y la pobreza? Los datos comparativos disponibles se refieren a la renta de los hogares que son un 60% inferior a la mediana de la renta (que deja a la mitad por arriba y a la otra mitad por debajo). Con esta medición, España se encuentra entre los países más desiguales de la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico), habiendo aumentado hasta un 23% los hogares que están por debajo de ese 60% de renta mediana.
Globalmente considerado, en España tanto la desigualdad como la pobreza han aumentado notablemente durante la actual crisis y nos coloca en las peores posiciones internacionales.
Hay que tener en cuenta una cuestión fundamental en el caso español. La distribución de la renta y la pobreza no se explican, en gran medida, por la evolución de los impuestos directos y ni siquiera en parte por las políticas sociales (seguro de desempleo, etc.). El boom inmobiliario generó millonarios y empleados con altos salarios de la noche a la mañana. Éstos han pasado de la cima a la sima de la renta. Adicionalmente, el brutal crecimiento del desempleo ha provocado una gran contracción de la renta en millones de familias. Ambos factores derivan directamente de la situación real de la economía española.
A corto plazo, hay que esperar de los gobiernos que la reducción de las transferencias y ayudas no agraven más la situación de pobreza. Y en el largo plazo, un aumento de nuestra formación dirigida a actividades productivas que sean exportables es una condición imprescindible para salir de la crisis y crear empleo sostenible, que sirvan para reducir las desigualdades y la pobreza.
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