La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
NOS queda un cuarto de hora para que Puigdemont sea presentado como un hombre de Estado, un político con altura de miras que favorece la gobernabilidad de España, la ansiada y deseable estabilidad y, por supuesto, la solución a un conflicto. Tic, tac. Se elabora con primor y donosura el sofrito para el gran arroz que nos vamos a comer este mismo otoño. Puigdemont protagonizará su particular puesta de largo para ser presentado como una víctima de una Justicia opresora, de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado y de la opinión pública españolista al servicio de la derecha política. Se fue escondido en un maletero y volverá en un descapotable como los nuevos cardenales recién nombrados en otro tiempo. Con el cuento de que el Derecho no es una ciencia exacta y con la debida perversión del lenguaje, Puigdemont será referido como el dirigente con el que se puede y se debe dialogar. Llaman diálogo al chantaje, llaman normalización a la cesión, llaman solucionar a hocicar. Hablan de conflicto equiparando a las partes, cuando los delincuentes están todos en el mismo lado. Justifican, comprenden y casi sienten compasión de los malos que no son tan malos porque la Policía Nacional actuó como actuó. La perspectiva de Disney que marca la sociedad actual siempre es un recurso para suavizar a los malhechores. Claro, unos llevaban porras y los otros... sólo querían votar. ¡Jesús! No, Puigdemont no es nada de eso.
Ni ha sido oprimido, ni se le recortaron sus derechos. No ha vivido en ningún régimen dictatorial que le haga merecedor de una ley de amnistía a la carta. En Cataluña ha disfrutado de una democracia, de un sistema de libertades y de una Justicia garantista de la que todavía se seguiría beneficiando en caso de retornar hoy mismo a España. Puigdemont es un delincuente, un prófugo, un chantajista y un cobarde. Ni es un paladín de la cultura del diálogo democrático, ni es ninguna víctima del Estado español. Es un desahogado de tomo y lomo, un político irresponsable por la sencilla razón de que en su huida dejó una Cataluña peor de la que se encontró. Forma parte de la cuadrilla de políticos catalanes a los que un día habrá que pedir cuentas por haber laminado el espíritu de la gran Barcelona de 1992, cuyo brillo irradió a toda Cataluña y a toda España. Nada queda de aquella grandeza salvo el recuerdo. A este sujeto le ha rendido visita pastoral la vicepresidenta Yolanda Díaz, la neocomunista perfumada de aviesa sonrisa, trilera que todavía engaña a gente de izquierda de buena fe. Solo les importa el poder por el poder. Ni ideología, ni discurso, ni proyecto. Son humo tóxico.
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