La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
En un mundo en el que constantemente se plantean nuevos y más complejos retos, se siente uno perplejo ante la prestada seguridad de tantos. Debe ser cómodo recibir instrucciones diarias sobre la verdad, luces suministradas que alumbren tus oscuridades, certezas que alivien el penoso ejercicio de la libertad. Ha de ser grato, también, reconocer siempre la imagen de tus enemigos, ver el fango exclusivamente en sus rostros, averiguar sin vacilación qué es beneficioso y qué despreciable, qué cosas merecen nuestro aplauso y qué otras nuestra indignación mecánica.
Dios no me quiso fanático, ni sectario, ni partidista y, al negarme el bálsamo de virtudes tan útiles, me dejó solo, navegando sin rumbo ni brújula en el mar hostil de mis propios pánicos, extraviado, indeciso, condenado a la búsqueda de respuestas mías e improbables.
Contrasta mi debilidad con la fortaleza de quienes entregaron el don de pensar, de aquellos que anhelan fundirse en la ortodoxia de una causa, la que sea, diluirse en el confort de un empeño colectivo. Ellos tienen, lo sé, la oportunidad razonable de experimentar ese orgullo del que yo carezco, esa confianza que a mí aún se me esconde, el hallazgo, supongo que gozoso, del sentido y del propósito de una peripecia que me sigue pareciendo errática e inexplicable.
Reconozco mi incapacidad para cumplir las condiciones que conducen a tan tranquilizadores paraísos: no estoy dispuesto, así, a sacrificar mi irrepetible presente en nombre de hipotéticos futuros; tampoco a compartir demonios, a odiar acríticamente lo que otros por mí, sin fisuras, sin excepciones, deciden aborrecible; recelo, además, de la imitación, una forma estúpida, creo, de entregar mi milagrosa individualidad; nací incluso –ya es mala suerte– inmune a la propaganda, a las realidades que únicamente por repetidas alcanzan realidad; no hallé todavía, en fin, esa figura política arrebatadora que fascinara mi actuar, que encauzara mis desvíos y ofreciera destino –el suyo, claro– a este perpetuo vagar.
Aunque siempre me parecerá una traición, sin duda debe confortar el hecho fácil de diluirse mansamente en la cólera de la manada. Quizá por ello, en este tiempo de absolutos, de bandos que se amurallan, de odios maniqueos que abrevian y sosiegan, tal renuncia no deja de provocarme un punto de envidia. Ésa que a veces me producen cuantos –bendita sea su paz– no aprecian ninguna indignidad en vivir la vida que les dictan.
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