La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La lluvia en Sevilla merece la fundación de una academia seria
Sin pretensiones de convencerte de nada, sin ánimo de persuadirte de que sí es tema propio de caballeros, quería cuando menos argüir, Juan, que los mejores de entre ellos eran también compañeros tuyos. No porque llegue tarde renuncio a decírtelo”. En los últimos treinta años hemos citado muchas veces la hermosa dedicatoria con la que Francisco Rico empezaba uno de sus grandes libros, El sueño del humanismo, dirigida a un buen amigo, el escritor e ingeniero Juan Benet, que había muerto en enero de 1993, o sea en vísperas de la primera edición de una obra que ha conocido varias desde entonces y sigue siendo –desde que la leímos recién aparecida, con el detalle de la partida de San Agustín a Milán, el fresco de Gozzoli, a sangre en la cubierta– uno de los volúmenes más queridos de nuestra biblioteca. Seguramente la añadió al original a modo de homenaje póstumo, como un emotivo guiño sobrevenido, pero para los lectores, más ahora que ambos son ya pasado, esas palabras preliminares condensan de modo insuperable el espíritu de un ensayo ejemplar, tan valioso como sus trabajos mayores, que sin hablar de sí mismo explica muy bien el modo en que Rico concebía su labor y su voluntad de trascender los límites de la academia. Pese a su relativa brevedad, el libro contiene, interpreta y en parte continúa el programa de las generaciones –fueron varias, desde el padre Petrarca a Desiderio Erasmo– que alumbraron un movimiento, no llamado por ellos como lo conocemos hoy, nacido en torno a los studia humanitatis, que murió cuando el ideal de una nueva civilización, forjada sobre los cimientos de la Antigüedad, abandonó su objetivo de extenderse a todos los órdenes para quedar confinado a la filología estricta. Tal es su tesis, argumentada desde dentro “con los ojos de los fundadores”, pero la limitación del empeño en su vertiente más abarcadora no quiere decir que entre los herederos naturales de los lectores del Renacimiento, esto es los filólogos que merecen ese nombre, no queden rescoldos de aquel ambicioso propósito. Y entre ellos se contaba, claro está, el propio Rico, que como editor, académico o ensayista llevó a cabo una labor verdaderamente admirable. El buen humor, la erudición no fastidiosa, la elegancia de la argumentación o cierta característica condescendencia distinguieron un discurso crítico de singular encanto, que no perdía de vista el “ideal de un saber que volviera a la realidad”, como soñaron los maestros. La gran filología ocurre cuando los autores y sus comentaristas se convierten en contemporáneos que dialogan con naturalidad, en torno a letras que prescinden de formulismos para hablar el lenguaje de las cosas vivas.
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