La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Los caídos de la Sevilla de Oseluí
Igual el fenómeno es atribuible a las alteraciones del ánimo que provoca la primavera, pero últimamente, lo confieso, ando todo el día deslumbrado por la gente. Me presentan a alguien y esa persona me ofrece una conversación acogedora, me inspira la sensación de que hablamos el mismo lenguaje; me reencuentro con alguien con quien coincidí puntualmente en el pasado y me asalta la sensación de que lo conozco más de lo que creía, y deseo entonces que sea una presencia más frecuente en mis días. En esas charlas, prolongadas a menudo hasta la medianoche, cuando ya han acabado las obligaciones del trabajo y la vida encuentra otro compás más relajado, me emociona asistir a las nuevas historias que me relatan, a los anhelos que me confiesan, al recuento de los viajes que han hecho o de los seres queridos que perdieron, y en esas revelaciones siento que mis interlocutores me permiten acompañarles; que aquello, como decían en Casablanca, lo presiento, será el comienzo de una hermosa amistad. Supongo que a los que no tuvimos pandilla en la infancia –la encontramos después, alguna vez lo he escrito por aquí–, y codiciamos aquella complicidad en la soledad de un cine viendo Los Goonies o Cuenta conmigo, nos quedó algún tipo de tara, o tal vez simplemente la certeza de que nos completábamos en los otros, pero son los que vienen del desierto los que valoran el agua, como le ocurrió a Oscar Wilde en prisión, que se prometió agradecer el amor como cada miga de plan blanco que una mañana, tras muchas privaciones, le empezaron a servir en la cárcel.
Últimamente, como les digo, tengo en las tripas un nerviosismo parecido al enamoramiento, la esperanza característica de todo lo que empieza. Hay quien me tachará de iluso, pero la experiencia previa me respalda: de las amistades que hice en este tiempo que llevo en el mundo tan sólo una acabó con el saldo del desengaño, por un amargo equívoco, y en general las personas que tengo a mi lado han reforzado mi confianza en el ser humano. Sé por las noticias de la mezquindad y la fiereza que se extiende por el planeta, pero a mí la gente cercana me ha dado principalmente muestras de lo contrario. En un simple intercambio de ideas, un paseo compartido o una parada en una terraza, en esos ratos en los que se vislumbra el prodigio que reserva cada corazón humano, encuentro suficientes motivos para seguir creyendo. Todavía siento, pese a una edad que podría haberme instalado en el cinismo, que no hay nada más sagrado que la conexión con los otros.
También te puede interesar
Lo último