La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La lluvia en Sevilla merece la fundación de una academia seria
El lunes leíamos, en estas mismas páginas, que un equipo de investigadores suizos había ideado una máquina, una suerte de andador ligero, que permite caminar a los parapléjicos. La noticia venía junto a otra donde se informaba de las grageas antivirales que ya comercializan Pfizer y Astrazeneca, bajo el nombre de Paxlovid y Evusheld. Bien es verdad que las ciencias, desde la primera posmodernidad, desde las funestas puerilidades de Lyotard, han caído en el descrédito. Descrédito que alcanza, de modo particular, a la Historia, ahora considerada como "relato". Sin embargo, lo que ofrecen estas noticias, y el trágico interregno coronavírico, es una prueba irrefutable de lo contrario. En los dos últimos años hemos vuelto a saber que el hombre posee formidables capacidades para modificar cuanto le atañe, le circunda y le afecta.
Por supuesto, la ciencia tiene sus héroes y sus mártires, como cualquier disciplina digna de crédito. Uno estaría tentado de recordar a Francis Bacon, el canciller lord Verulam, que murió tras enfriarse experimentado la conservación de la carne de un pollo mediante el hielo. Pero, claro, viendo cómo está el asunto de las macro-granjas, es mejor consignar aquí a Marie Curie o a nuestro esforzadísimo y heroico Ramón y Cajal, cuya imparidad, cuyo relieve, no es necesario destacar ahora. Sí podemos recordar, no obstante, que se cumple un cuarto de milenio de la fundación del Real Gabinete de Historia Natural, por orden de Carlos III, y que el Museo Nacional de Ciencias Naturales, junto a la Residencia de Estudiantes, da noticia de su larga y fructífera ejecutoria. Sánchez Ron, en El país de los sueños perdidos, glosa la contribución española a las ciencias, desde los días de Alfonso X a Otero de Navascués, subrayando el formidable estudio de América, obra mayor de la ilustración española de ambos mundos. Uno tiene predilección, no obstante, por el gran matemático don José Echegaray e Izaguirre, ministro de Fomento con Amadeo I, ministro de Hacienda con la Restauración y Premio Nobel de Literatura en 1904. En el puño de mi espada -¡toma ya!-, se titulaba uno de sus dramas.
Volviendo al fabuloso mecano suizo, de ahí podríamos colegir la admiración que sintieron, hace más de cinco siglos, los conformadores del mundo moderno, desde Colón a Valla, Lebrija y Biringuccio. Un mundo que era hijo de la experimentación y de la prueba, y que encarnaba una verdad más modesta y visible que aquella verdad inmóvil, heredada de los antiguos.
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