Gafas de cerca
Tacho Rufino
Un juego de suma fea
Bécquer soñó con una tumba sencilla junto al Guadalquivir; apenas una cruz blanca y una losa con su nombre a la sombra de los álamos blancos y los sauces. En cambio, la ciudad le reservó una plaza en su Panteón de Sevillanos Ilustres, una tétrica colección de cadáveres exquisitos, como el jardín trasero de un asesino en serie, el peor lugar del mundo para esperar la celebración del Juicio. Pobre Gustavo Adolfo, convertido en un trofeo fúnebre, sin poder oler las mareas en las tardes de verano y soportando el chunda-chunda de las Setas de Jürgen Mayer. Al menos, le queda el consuelo de su monumento en el Parque de María Luisa, la prueba irrefutable de que lo cursi puede ser hermoso. Allí sí le alcanza la sombra del gran ciprés de los pantanos y, algunos días, manos anónimas depositan flores y ripios de amor. Quizás el poeta preferiría pitillos de marihuana o tripis de colores, como le dejan a Jim Morrison en su morada eterna del Père Lachaise, pero cada uno es víctima de su leyenda, y la del sevillano no es la de los viajes psicodélicos, sino la de los "suspirillos germánicos" que arrebataban el alma cándida de las señoritas de provincias. Mal asunto en unos tiempos en los que las niñas prefieren la gestualización choni y empoderada de Rosalía a las maneras lánguidas de las damiselas isabelinas. Hoy, a Bécquer sólo lo leen los escolares -por obligación-, los filólogos -por dinero o amor- y los letraheridos, pero estos últimos no cuentan, porque se lo tragan todo.
Se conmemora este año el ciento cincuenta aniversario de la muerte de Gustavo Adolfo Bécquer, una celebración que se está realizando, sorprendentemente, de forma discreta, sin esos estallidos de gestión cultural a los que nos tienen acostumbrados las administraciones del Estado. Algún ciclo en la benemérita Casa de los Poetas, alguna exposición y poco más. Debe ser la mezcla letal del coronavirus y la falta de dinero. Mejor así, porque a Bécquer hay que celebrarlo a media voz, como se recitan sus rimas, las que salvaron a la poesía española de la altisonancia y la hojarasca muerta.
Sin ningún musical sobre Maese Pérez el organista al que acudir, ni ningún observatorio de golondrinas que inaugurar, sólo se nos ocurre homenajear a Bécquer paseando la ciudad que tanto idealizó desde que llegó a Madrid y sus ansias de oropel se derrumbaron al ver aquel destartalado poblachón que olía a cocido y pólvora. Andar por la calle Ancha de San Lorenzo, hoy Conde de Barajas; orar ante la capilla de los Bécquer en la Catedral; detenerse en el ya fantasmal número 37 de la Alameda; sentarse en el salón del Cristina para contemplar la mole de San Telmo o asomarse al río por la Barqueta, el lugar donde Gustavo Adolfo soñó descansar eternamente siendo aún un niño, son maneras íntimas y baratas de recordar al mejor poeta que vio la turbulenta España del XIX.
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