Monticello
Víctor J. Vázquez
El auxilio de los fantasmas
Hasta que no sea la final del Falla y el Carnaval de Cádiz finiquite el asunto puede estar coleando la polémica. Anoche iban por 12.900 las firmas para retirar el cartel de la Semana Santa de Sevilla de 2024 de Salustiano García con su visión de Cristo sobre su recurrente fondo rojo tomando como modelo a su hijo Horacio, al que ha regalado la obra original tras no haber cobrado el encargo al Consejo de Cofradías. Lo peor del cartel puede ser que haya habido esta petición popular para retirarlo. Cuantas más firmas se sumen, más carnaza tendrán las tertulias politizadas para atizar a Sevilla y a su fiesta mayor, pues tampoco ahí se han quitado la venda de su prejuicio para afrontar con una mirada limpia el asunto. Allá ellos, unos y otros.
Lo mejor ha sido, junto a la carnavalización digital de los innumerables memesmemes, el amplísimo debate, que de paso debería servir de excelente paráfrasis para los que se han ofendido por la presunta sexualización de Jesucristo. Y también para los que han aprovechado para tachar de homófoba, fanática ultramontana, trasnochada y, cómo no, ultraderechista a la Semana Santa de Sevilla. Algunos han cogido la bandera del colectivo LGTBI, al que ven más integrado gracias a esta ambigua interpretación de la figura universal de Cristo. Sería demasiado esperar que el debate les abriera la mente a los que se han dejado llevar por su prejuicio más epidérmico, cegados por su dogmatizada visión, sean creyentes del dogma religioso, del dogma político o del dogma social.
De la riqueza de ese debate han dado cuenta varias firmas principalísimas de este diario, contrapuestas en su interpretación del cartel: la denuncia de Carlos Colón de que no anuncia la Semana Santa; la afirmación de El Fiscal de que el artista ha estado por encima de la Sevilla cofradiera; o la acusación de Luis Sánchez-Moliní al Consejo de no velar por que el cartel no hiriese a tantos católicos. Hasta al Vaticano ha llegado la cosa a través de Il Messaggero... Al Papa puede que le guste ese Jesús resucitado.
Y en el ámbito de la Sevilla cofradiera hay que rescatar la apología bienintencionada y erudita de numerosos cofrades e historiadores del Arte que han recordado los numerosos precedentes de la iconografía de la Edad Moderna, desde el Renacimiento -de cuando había hogueras y temor a Dios- y que Manuel Jesús Roldán resumía con la tabla Cristo bendiciendo de Rafael y el comentario "posible autorretrato". Una apología de la androginia adolescente que se atisba en el cartel y que, al decir del antropólogo David Florido del Corral, podría haber tirado también de El Greco, de Donatello, de Leonardo…
Entre éstos no le faltaba razón a Jesús Romanov al recordar la respuesta evangélica de Jesús a los fariseos: "No es lo que entra en la boca lo que contamina al hombre; sino lo que sale de la boca, eso es lo que contamina al hombre" (Mateo, 15:11).
Todo esto habría bastado para subrayar el éxito indiscutible del cartel, no sólo por el indudable tirón publicitario que depara la universalización del debate. Y aquí hay otro asunto paralelo. ¿Necesita esta publicidad la Semana Santa de Sevilla? ¿Es una simple exaltación del rito primaveral? ¿Urgía al artista reivindicarse de forma transgresora teniendo ya un altísimo reconocimiento? ¿Cuál es la función del cartel? Hay muchos debates en el mismo debate. Bienvenida su poliédrica polémica.
El problema es que su éxito publicitario indiscutible va unido a su más que posible condición de obra fallida, si lo que pretendía era exaltar, stricto sensu, la Semana Santa de Sevilla, más allá de un sentido homenaje del hermano fallecido o de la sublimación del amor a su hijo. Fallaría la vinculación entre obra y objeto. Salustiano García reconoció que estuvo tentado de representar a Jesucristo yacente, en recuerdo de su hermano, pero lo descartó porque "debía celebrar la parte luminosa de la Semana Santa: la Resurrección". El poeta José Manuel Benot Ortiz zanjó las dudas taxativo y lacónico: "Es un cartel de glorias, no de Semana Santa".
Ahí gana la Iglesia, en su afán de llevar a su redil a los cofrades que sólo se identifican con el Cristo doliente y redentor. Pero es ante el Dios hecho hombre, el héroe escupido, abofeteado, sentenciado, azotado, coronado de espinas, burlado y crucificado ante el que se emociona el sevillano, el andaluz en general, como señaló Antonio Machado en su poema La saeta, desvinculándose de ese Jesús del madero. Y esto, da hasta sonrojo recordarlo, lo han recogido muchos de los que se han acercado a la Semana Santa andaluza, desde dentro o desde fuera, sin el velo del dogma, de Eugenio Noel a Manuel Chaves Nogales, de Antonio Núñez de Herrera a Joaquín Romero Murube. ¿A quiénes les dedicó sus poemas Juan Sierra, en afortunadísima dialéctica con Machado? "Llega el Señor cansado de su larga hermosura, arrastrando la brisa y el temblor de la noche".
En La Passion selon Séville, que escribió Joseph Peyré en 1953, en pleno nacionalcatolicismo -no se tradujo al castellano hasta la versión de José Luis Ortiz de Lanzagorta en 1989, en democracia-, el autor se quejaba amargamente en su epílogo, Encantamiento, del fin de la Semana Santa, antesala de la luz de la Resurrección: "Toco aquí uno de los secretos de la tristeza de Sevilla, que dura mucho más que la alegría, pero que la primera visión de la Semana Santa es suficiente para conjurar; lo sé por haberlo sufrido yo mismo".
Salustiano, conscientemente o no, ha podido ser otra víctima del egocentrismo contemporáneo que se ha impuesto en la civilización del siglo XXI, mucho más temerosa del sacrificio y del dolor que de Dios (Deo gratias, dirá la mayoría), una sociedad entre desinhibida y exhibicionista que huye de toda penitencia y que hace de la transgresión otra necesaria experiencia o autorrealización vital. Y, desde la sacrosanta libertad del artista y su carga de exposición al juicio público, el pintor le ha dado la vuelta a la familiaridad del cofrade con su Cristo y con su Virgen de barrio. Ahí pinchamos en hueso, y no tanto en la denunciada sexualización iconográfica del mito. ¿Habrá cosa más amorosa que los muy adustos cofrades de la Quinta Angustia tomando en sus hombros a su Cristo descendido de la cruz, apenas el sudario sobre su cuerpo inerte, el Viernes de Dolores?
Tomando como modelo a su hijo y reflejando su serenidad indolora, casi inexpresiva en su lánguido hiperrealismo -en oposición al idealizado antropocentrismo renacentista-, el autor ha exaltado el amor paterno desde su propia perspectiva platónica, belleza es igual a bondad. Pero a ver quién le canta una saeta a un Cristo sin apenas estigmas de la Pasión y sin siquiera la corona de espinas que Rafael le colocó a su Resucitado para recordarnos que Jesús sufrió para redimirnos, como Salustiano ha usado las potencias del Amor y el sudario del Cachorro para poder identificar su obra con la Semana Santa. Y sin saetas ni cornetas no puede haber religiosidad popular, se pongan los dogmáticos como se pongan y aunque les duela que aquí convirtamos el dolor -incluido el de pies y de espalda de todo cofrade- en motivo de fiesta con mayúsculas. Una fiesta a la que, por otra parte, le vienen estupendamente estos debates. Y si el cartel nos hace pensar, bienvenido sea.
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