¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Maneras de vivir la Navidad
Las más hermosas procesiones van por dentro, recorriendo las calles de la memoria en una única Semana Santa en la que se han ido fundiendo como una sola todas vividas. Los niños hacen bolas de cera, guardándolas de un año a otro para que sigan creciendo. Los adultos, y más cuanto más viejos vamos siendo, hacemos bolas de recuerdos. “Vuelve lo perdido / con las cofradías”, escribió Montesinos. Año tras año esperamos la misma cofradía en el mismo lugar para que caigan gotas –no de cera, de lágrimas– que alimenten esa bola de recuerdos en la que, como en las de cera, se van mezclando todos los colores de la vida: blanca inocencia, roja pasión, severa tiniebla, morado dolor, negro duelo, verde esperanza.
Con el paso de los años ese lugar queda tan marcado por tantos encuentros que cada vez que pasamos por él, los instantes allí vividos -¡qué pocos minutos de presencia, qué largo tiempo de recuerdos!- reviven con tanta fuerza que siempre es atardecer de Domingo de Ramos en Conde de Torrejón, mañana de Viernes Santo en calle Feria o Miércoles y Martes Santo cuando subo la calle San José. Altero el orden de los días porque de la Puerta de la Carne, Santa María la Blanca y el primer tramo de San José siempre es Miércoles Santo de altos candelabros y sedas de colores entre naranjos, pero cuando, al llegar al cruce de Madre de Dios, se ven los azulejos del Señor de la Salud y la Virgen de la Candelaria, es Martes Santo. Siempre brillan allí oros y suenan cornetas y tambores, siempre se convierte la puerta de San Nicolás en un cuadro de Carmen Laffón cuando el palio desciende por la rampa interior y se enmarca en la puerta, siempre aletean las tórtolas de la ofrenda al Templo rematando los varales, siempre, sea de día o de noche, llena la barreduela un resplandor único, solo de Ella, azul verdoso y plata.
Tan verdad es esto como que la devoción a las imágenes que no son nuestras por razón de familia o de pertenencia a la hermandad las trenzan el roce de íntimos encuentros cotidianos, los momentos solo nuestros que nunca compartiremos con nadie, los favores recibidos que nunca diremos, las oraciones rezadas ante una puerta cerrada, como la de Pepe el Planeta, la casualidad o providencia que puso a una niña de pocos meses entre los brazos de una Virgen. Así es mi personal devoción a la Virgen de la Candelaria.
Dedicado a mi querido amigo y hermano Pepe Guerrero.
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