¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Esplendor del Palacio Real
Ayer y hoy, fiesta grande el domingo y fiesta tonta rebotada este lunes, ardiente vacío de puente de ferragosto (espléndido nombre italiano del puente del 15 de agosto que, aunque provenga de las romanas "feriae augusti", parece sugerir hierro fundido cayendo del cielo de agosto) me ha dado por oír una y otra vez la canción Saddle the Wind de Jay Livingston y Ray Evans cantada por Julie London con una sensual melancolía que casi llega al abandono y la desgana: "Sometimes I'd like to saddle the wind / And ride to where you are" ("A veces me gustaría ensillar el viento / y cabalgar hacia donde estés").
Esta melancólica canción en la voz enfebrecida, como de cálido terciopelo, de Julie London es la perfecta banda sonora para estas calles vacías, este cerrar y encerrarse, esta melancolía de verano que rompe el tópico que la asocia al otoño o el invierno. Es uno de los muchos talentos del dúo Livingston y Evans (de quienes ustedes, seguro, no han olvidado la sintonía de Bonanza) componer canciones cuya suave melancolía invita a abandonarse a los recuerdos. No debe ser casual que Terence Davies eligiera otra de sus canciones traidoramente sentimentales, Tammy, cantada por Debbie Reynolds en la película Tammy, la muchacha salvaje, para una de las secuencias más emotivas de su obra maestra autobiográfica El largo día acaba.
Oigo estos días una y otra vez Saddle the Wind porque en el inicio del puente me tropecé en Trece TV, el canal en abierto que ofrece mejor programación de cine (incluido el magnífico añadido, mantenido desde hace años, del western diario) con la muy estimable película del mismo título (en España titulada Más rápido que el viento) para la que Livingston y Evans compusieron esta canción. La dirigió en 1958 Robert Parrish con un lujoso reparto a sus órdenes: Robert Taylor, Julie London -que además de una personal cantante fue una estimable actriz-, John Cassavetes y Donald Crisp. Por cierto, y ya que estamos de cháchara: el injustamente denostado Robert Taylor -que no fue un grandísimo actor pero sí un buen actor que estuvo donde había que estar para pasar a la historia del cine: en la Metro desde 1934 a 1959- está mucho mejor que el gesticulante y sobrevalorado John Cassavetes, esclavizado al dichoso "método" que a tantos actores convirtió en caricatos. Pero esta es otra historia, que diría el camarero de Irma la dulce.
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