Gafas de cerca
Tacho Rufino
Nuestro maravilloso Elon
Como señalaba aquí Carlos Colón y hemos podido leer en otras tribunas, llueve sobre mojado en lo que se refiere al intento de cancelación de Albert Camus, que ya en el último tramo de su corta vida fue denunciado por la intelligentsia filosoviética y los famosos compañeros de viaje, entre los que su antiguo amigo y después rival y perseguidor Jean-Paul Sartre –lacayo sucesivo de todas las tiranías del Este– desempeñó un papel especialmente abominable. La obra de un desconocido profesor estadounidense, llamado Gulag o algo parecido, vuelve a intentar lo que no consiguieron –no a largo plazo, porque en su momento sí lograron poner bajo sospecha al autor francoargelino– los comisarios que detectaron en la profesión de rebeldía de Camus un peligroso llamado a ejercer el pensamiento libre. Disfrazada de ingeniosos artificios, la sofística de Sartre y sus sicarios operaba de forma indirecta, no pregonando la abierta sumisión a las consignas de la URSS o de cualquiera de los regímenes despóticos que gozaron de sus simpatías, sino mostrando que sus enemigos eran el verdadero enemigo, es decir poniendo el foco en la perversidad intrínseca del anticomunismo. En este sentido, su impugnación era más sofisticada que la que plantean sus desmedrados herederos, que en línea con los desvaríos identitarios se limitan a ejercer de policía moral con competencias retrospectivas, incidiendo en los cargos que pueden encontrar más eco en nuestro tiempo. No deja de sorprender, aunque a la vez sea tan previsible, el oportunismo de los nuevos inquisidores, que escogen bien a los réprobos para que sus prédicas tengan impacto. Ya sabíamos que Camus no era ningún santo, pero el profesor Gulag lo retrata como un verdadero villano: racista, misógino, defensor del colonialismo y en última instancia reaccionario, quizá porque se negaba a transigir con el terror –las páginas de El hombre rebelde lo dejan meridianamente claro– en cualquier contexto y circunstancia. Ha declarado el tal que su propósito no es hacer olvidar al escritor libertario, como se dice en el título de su libro, sino cuestionar la idolatría que le profesan sus admiradores y en particular los franceses, como demostraría la reacción, sin duda esperada, a la difusión del panfleto. Lo que sigue seduciendo de Camus, sin embargo, al margen de sus ideas, es su condición de hombre honesto, no perfecto ni ejemplar, sino leal a sus orígenes y a su forma de entender el compromiso, tan distinta de la de los mandarines que lo condenaron por cómplice del imperialismo. Hoy sus émulos siguen tratando de reciclar la mercancía averiada de Sartre, pero lo hacen con mucho menos talento.
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