Cuarto de muestras
Carmen Oteo
La herida milagrosa
Cuando los camareros usan aplicaciones digitales y llevan un pinganillo en el oído es para echarse a temblar. Suele ocurrir en negocios donde los profesionales visten de absolutamente oscuro, lo cual es una ventaja porque se disimulan bien los lamparones. Es como los sitios modernitos donde no se usan manteles, como en ciertos bares de hoteles de cinco estrellas. Te dicen que se come directamente sobre el tablero de la mesa porque es otro "concepto". Pero la factura no es otro concepto, oiga, ahí se lleva usted el puyazo en todo lo alto. Que si no querías conceptos, dos tazas.
Pues reclama usted atención de un camarero con pinganillo pero sin pantalla y le responde que las bebidas se las tiene que pedir a un compañero que lleve pantalla. Cuando llega el tío de la pantalla le dice que la comida la apuntan los del pinganillo. Se vuelve usted más loco que cuando acudió a comer a la Lonja del Barranco, que cada cosa se pedía en un puesto con una bandejita. Y ya lo dijo Jesús Becerra con toda su sabiduría: "Yo la última vez que iba de pie con una bandeja para almorzar fue en la mili".
Entre pinganillos, pantallas y camareros jóvenes que deambulan sin lo uno ni lo otro como marcianitos que no puntúan en un videojuego, se acuerda usted de esos profesionales de camisa blanca, gordos, malajes y con una tiza en la oreja a los que no se les iba un cliente sin ser saludado ni atendido. ¡Menos parafernalia y más oficio!, que aquí está todo inventado. Lo de cierta hostelería es como los colegios también modernitos que sustituyen la disciplina, la memoria, el hábito de estudio y el hincar codos de toda la vida por el uso de tabletas, ejercicios digitales, diálogos que engatusan a los papás y supuestas sesiones para fomentar la oratoria que, en realidad, generan niños sin base cultural ni espíritu crítico.
Me da verdadera pena cuando echan abajo un bar que funcionaba y cambian el diseño al completo, pero no colocan buenos profesionales al frente. La mejor inversión es en las personas y en la formación. Un buen profesional te salva un negocio mal situado y feo. Uno malo te hunde el más bonito e inaugurado en el local más cotizado. Solo basta un buen profesor, con buena disposición y verdadera vocación por la docencia para motivar a un alumno, sacarle lo mejor de sí, exigirle y apretarle para que consiga la excelencia.
No es cuestión de tabletas digitales, ni pinganillos. Sino de actitud, oficio y tiza en la oreja. Me lo contaba el otro día en un correo electrónico un empresario de la hostelería que entró en el nuevo bar del Hotel Colón, remozado tras una inversión de 40 millones de euros. Pidió una copa de amontillado y le sirvieron un Alfonso. Se lo hizo saber a la camarera, quien le respondió: "¿Es lo mismo, no?". 40 millones de euros... Dios santo. El hombre se tomó el Alfonso con disciplina.
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