La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La lección de Manu Sánchez
UNA vez le escuché a una señora muy plin decir que la vicepresidenta primera del Gobierno, María Jesús Montero, tenía los “pelos fritos”, en alusión a las malas prácticas de sus peluqueros. Si semejante afirmación se hubiese pronunciado en el Congreso, probablemente se hubiese liado la de San Quintín. Algún ejemplo ya hemos tenido. Sin embargo, la cada vez más desmelenada Montero no ha dudado en acusar de calvo y gafotas al portavoz del Partido Popular en el Parlamento, Miguel Tellado. Es evidente que, desde hace tiempo, hay barra libre a la hora de insultar lo viril. La calvicie lo es, y mucho. En otros tiempos, tener el cráneo mondo y lirondo no suponía ningún deshonor o vergüenza. Más bien era un símbolo de resignada honorabilidad y el oprobio solo caía sobre aquellos que intentaban ocultar su calvicie con peinados estrafalarios (como la famosa “ensaimada” de Anasagasti) o el uso de bisoñé-peluquín, prótesis satirizada desde los tiempos más antiguos. Yo me crié en una familia de calvos y si hoy luzco una gallarda melena cana se lo debo a los genes de uno de mis bisabuelos maternos, don José Peña, armador tinerfeño, agricultor y fugaz presidente del cabildo insular. Calvos fueron Picasso, el héroe de la aviación española Julio Ruiz de Alda, Camilo José Cela, Ramón Gaya o Álvaro Cunqueiro (por citar solo algunos nombres que me asaltan la memoria en este instante). Todos unos señores de los pies a la cabeza. Otros, como Julio César, intentaron ocultar su calva con un peinado que los desprestigió para siempre ante el tribunal de la historia.
En los últimos tiempos, quizás por la feminización de los valores imperantes, la calvicie ha pasado a ser una fuente de oprobio. Hasta el punto de que en los barrios, pueblos, aldeas, cortijadas y caseríos de España se organizan expediciones a Turquía para hacerse implantes de pelo low cost. Antes, los hombres del agro formaban caravanas para surtirse de mujeres a las que poseer, hoy solo buscan una buena pelambrera que lucir en el perfil de Tinder.
Coincide esta obsesión por tener pelo en la cabeza con la tendencia de la nueva masculinidad a depilarse el vello corporal, dejando los cuerpos machos como las piernas de las bailarinas núbiles. Los tiempos cambian y los crecepelos también. No seré yo el que prescriba ser calvo o primo de Sansón. Pero la señora Montero podría ser un poco más elegante en su esgrima verbal, aunque tan noble arte quizás le venga un poco grande. Calvo es su compañera de partido doña Carmen y calvo es también Manolo Chaves, forjador de la hegemonía socialista en Andalucía durante décadas. Un espejo éste, el de Chaves, en el que tarde o temprano María Jesús Montero tendrá que mirarse, aunque nada más de pensarlo le entren escalofríos. Al final, todos calvos.
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