¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Capitanía y los “contenedores culturales”
DE la ciudad que, a mediados de los 70, retrataron Manuel Ferrand y Alberto Viñals en Calles de Sevilla puede fascinar muchas cosas. La primera es que es una Sevilla ya ida, con corrillos de tratantes en la calle Sierpes, niñas con trajes de punto inglés y jaulas de canarios en el mercadillo de la Alfalfa (inmolado hace ya años en el altar del pulcrismo imperante). También, paradójicamente, puede admirarnos lo mucho que se parece la Sevilla actual a aquella otra retratada en blanco y negro en los inicios de la Transición. Quizás la de los 70 era una ciudad más desastrada y pequeña, anterior a las grandes transformaciones y a la burbuja inmobiliaria, pero nadie la puede ver como algo ya pasado. Sigue siendo íntimamente reconocible en sus rasgos fundamentales. La Sevilla de Ferrand y Viñals es una ciudad zombi, medio muerta y medio viva, probablemente como todos aquellos que paseamos por su geografía. ¿O no somos cadáveres de nosotros mismos, fantasmas de nuestro pasado y nonatos de nuestro futuro?
Calles de Sevilla, editado por Planeta en 1976, es uno de los libros fundamentales sobre la ciudad. Sin embargo, por razones que desconozco, nunca ha sido reeditado íntegramente. Tenemos, eso sí, la edición que la Diputación realizó en 1998 solo con los textos de Ferrand, que es como comerse un entrecot sin un vaso de vino tinto. Así las cosas, el que quiera tener un ejemplar debe rastrearlo en internet –práctica triste, como el sexo digital– o fiarse de la baraka y esperar con paciencia de bereber viejo un encuentro casual. La providencia nunca falla y eso es lo que me pasó a mí el pasado domingo en el mercadillo de la Plaza del Cabildo, cuando lo vi emerger entre las baratijas de un puestecillo que regía una señora sonriente, quizás un hada de los libros viejos teñida y en chándal o una santa patrona de los que tenemos alma de chamarilero. Pagana o cristiana, bendita sea.
Para mesié y compañeros de generación, Calles de Sevilla es mucho más que un libro vistoso. Es, sobre todo, un arcón de alcanfor en el que se guarda la memoria de esa Sevilla zombi de la que hablaba más arriba; una Sevilla que todavía da algún brote verde, pero cuyo rostro ya anuncia el rictus de la muerte y sus orejas se están volviendo transparentes, como el ficus entubado y agonizante de San Jacinto. En 2025 se cumplen los cien años del nacimiento de Manuel Ferrand. ¿Alguna institución se animará a reeditarlo? Eso sí, que sea de verdad, con las fotos de Alberto Viñals.
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