La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Los caídos de la Sevilla de Oseluí
EL ministro Bolaños se vistió este jueves de sepulturero para anunciar en una radio la decisión de interrumpir el descanso eterno de José Antonio Primo de Rivera, una vez que entre en vigor la recién aprobada Ley de Memoria Democrática. La nueva hazaña de nuestro Ejecutivo consistirá en mover la sepultura del que fuese fundador de la Falange para que no esté en un lugar preminente del Valle de los Caídos, un espacio que va camino de convertirse en un parque temático de la revancha y la necrofilia roja (de la azul ya lo había sido antes). A José Antonio no bastó con fusilarlo tras una farsa de juicio con un jurado homicida, sino que también hay que perseguirlo más allá de la muerte. Este es el Gobierno que tenemos.
Existen dos José Antonios. El primero fue el mito que construyó el franquismo con la colaboración de un falangismo demasiado aficionado a las idealizaciones y las liturgias paganas. Se trataba de una especie de santón político o monje-soldado cuya estampita tenía casi propiedades taumatúrgicas. Es el menos interesante. El segundo es el hombre real que vivió un momento histórico concreto, el pollo de la alta sociedad madrileña, elegante y a bordo de un descapotable rojo, que fue sufriendo un proceso de transformación política y espiritual al conocer de cerca la realidad social de la España de su época. Este José Antonio se equivocó en muchas cosas y también acertó en muchas otras. ¿Tuvo alguna responsabilidad en el estallido de la Guerra Civil? Quizás, pero muchísimo menos que varios políticos de izquierda que, como Largo Caballero, hoy viven en los altares progresistas.
Sea como fuere, José Antonio expió sus posibles equivocaciones ante un pelotón de fusilamiento en un angosto patio de la cárcel de Alicante (conocí el lugar antes de que los defensores de la memoria se encargasen de hacerlo desaparecer). Y, como ya he dicho en otra ocasión, dejó a las futuras generaciones uno de los más hermosos escritos a favor de la reconciliación entre los españoles, un texto lleno de hondura manriqueña y dignidad cristiana, en el que se despidió de todos: “Ojalá fuera la mía la última sangre española que se vertiera en discordias civiles. Ojalá encontrara ya en paz el pueblo español, tan rico en buenas calidades entrañables, la Patria, el Pan y la Justicia.” Vayan estas líneas como homenaje y brindis por José Antonio, a secas, sin apellidos, ¡Maestro!, como le llamó Manuel Machado, con quien se fotografió de esmoquin cuando España aún vivía la Belle Époque.
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