Manuel J. Lombardo

Borau, maestro furtivo

24 de noviembre 2012 - 01:00

EL consenso crítico e historiográfico señala a Furtivos no sólo como la mejor y más importante película de José Luis Borau, sino como uno de los títulos claves del cine de la Transición y también como muestra de ese "realismo desbordado por el mito" que, en palabras de Santos Zunzunegui, alimenta una de las vetas más ricas y definitorias de una posible esencia cultural del cine español.

Resulta curioso que sea precisamente Borau, un cineasta al que le habría gustado trabajar en el Hollywood de los estudios y los géneros, y que perdió su propio dinero en su proyecto americano Río abajo, un cineasta que empezó su carrera imitando los modos del western (Brandy) y el cine negro de serie B (Crimen de doble filo, Hay que matar a B) que tanto admiraba, lejos de los presupuestos del Nuevo Cine Español al que pertenecía por generación natural, el director de una de las películas más profunda e irrenunciablemente españolas de nuestro cine moderno, un filme de hondura metafórica, narración seca y aliento cortante en el que se dan cita, de manera fértil y heterodoxa, la tradición del tremendismo, los esquemas del mito y el cuento de hadas, la deformación realista y una mirada perversa y cruel, inscrita en el rostro, el cuerpo fibroso y el grano de la voz de una Lola Gaos [en la imagen] inconmensurable.

Cineasta de culto a su pesar, guionista y maestro de guionistas, hombre cosmopolita y erudito, maltratado por los productores y las circunstancias, Borau siempre quiso ir a contracorriente en una industria que no estaba para sutilezas ni camuflajes. Su cinefilia clásica y autodidacta, cultivada primero como crítico de cine en El Heraldo de Aragón, luego como investigador e "historiador dominguero" (El caballero D'Arrast, La pintura en el cine, Palabra de cine), su personalidad esquiva y poco tendente a lo grupal, su voluntad de independencia, hicieron de Borau un extraño entre nosotros al que tan sólo la notoriedad de los cargos (Presidente de la Academia de Cine, Premio Nacional de Cinematografía, Académico de la Lengua) y los trabajos paralelos (la edición del fundamental Diccionario del Cine Español (1998), sus relatos, agrupados en Camisa de once varas) visibilizaron públicamente cuando ya casi nadie se acordaba de sus películas, cada vez más espaciadas entre ellas, ni siquiera de esas dos fulgurantes rarezas últimas, Niño nadie y Leo, que apenas vieron un puñado de incondicionales.

Con su muerte, el cine español pierde otra de sus B mayúsculas (Buñuel, Berlanga, Bardem), algo más que una referencia o un oráculo al que acudir para resolver sus propios enigmas y contradicciones. Con él se va también una manera culta de entender el cine como producto popular que aún confía en la inteligencia del espectador, que lo hace partícipe de un trayecto de investigación y descubrimiento, de revelación y espejo. Ese último guión escrito a medias con Azcona tendrá que rodarse ya en otro sitio.

stats