¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Esplendor del Palacio Real
Relatos de verano
HABÍAN pasado dos meses y todavía Urrutia estaba irritado de que el Gobierno hubiese pagado el rescate. Se le escapó la oportunidad con la que fantaseó cada noche de salvar a Yolanda y para la que trabajó todos los días del secuestro. Encima, la chica padecía un síndrome de Estocolmo de premio Nobel. Se empeñaba en no recordar casi nada. El nuevo comunicado de AA. AA. logró, no obstante, mejorar bastante el humor del comisario, pues alejaba esa salida negociada del conflicto que tanto deseaban los políticos.
"Aristócratas Anónimos ha insistido con escaso poder de convicción en que no es un grupo terrorista. Quizá ahora lo demostremos. Porque, ¿dónde se ha visto que unos terroristas renuncien a negociar de igual a igual con un Gobierno? También devolvemos el jugoso rescate que nos han pagado por Yolanda Romero. La valerosa subinspectora no tiene precio. Haremos un atentado pronto y, para demostrar que no somos sino contraterroristas, no destruiremos más que la destrucción. El golpe será en honor de Guy Fawkes, que es un héroe muy nuestro".
A Yolanda no le hizo gracia que Pelayo diese una pista tan fácil de la fecha: "Remember, remember!/ The fifth of November"; pero se lo perdonó porque el chico se precipitaba, dedujo, deseando ser apresado de una vez por ella. ¿Destruir la destrucción? Tampoco parecía complejo. ¿Qué cosas hermosas estaban amenazadas? Recordó aquel proyecto en la playa, pero el robo del PGOU ya lo había paralizado. Según iba haciendo su lista, constató que las amenazas eran demasiadas y ubicuas. Por días aumentaba su desamparo frente al mundo; y pasaban los días.
La tarde del 5 de noviembre, ofuscada, cogió el coche. Se puso el concierto número 2 para piano de Shostakovich como una manera mágica de conjurar la acción. Se dijo: "En el Allegro pensaré en Pelayo y un poco en Helena y en los días azules de mi cautiverio; luego, durante el Andante perderé la esperanza, pero aumentará mi dulzura y conduciré viendo a través de mis lágrimas la ciudad misteriosa como un rompecabezas; de golpe, sin previo aviso, el Allegro (attacca) me traerá la inspiración y me llevará a los brazos de Pelayo, quiero decir, a sus muñecas, que esposaré". La banda sonora, en efecto, la condujo milimétricamente hasta la escalinata del palacio de los Ferrero, que iba a ser demolido. Ahí acechaba, vio claramente, la destrucción que Pelayo planeaba destruir.
La puerta principal estaba abierta. Las salas habían sido desmanteladas. Sintió la punzada de una emoción al ver la escalera que bajó, bajo los efectos del cloroformo, en los brazos de Pelayo. "La nostalgia más viva se siente por aquello que ni recordamos", pensó (y pensó que podría valer para el libro de aforismos que había empezado a escribir).
Abismada en sus pensamientos casi tropezó con Paco Martínez de Azagra.
-Qué susto, Paco, Dios mío. ¿Qué haces aquí?
-Sí, qué susto. Y qué alegría. Y ambas mutuas. Mi abuela era hermana de la vieja marquesa y jugué aquí muchas tardes de niño. La melancolía de que lo vayan a echar por tierra me ha traído esta noche. ¿Y a ti?
-Siempre estoy sospechando que eres el Domingo de El hombre que fue Jueves. Con más tiempo, voy a tener que investigar en tu misterio. Esta noche, no, porque el atentando de los Anónimos será aquí y ahora.
-¡Manos arriba! -los sobresaltó un grito crispado.
-Ya estamos todos -respondió Paco, bajando las palmas de las manos con fastidio -¿Qué pintas tú aquí, Urrutia?
-¿Y vosotros? A mí me pidió el Sr. marqués que me pasase de vez en cuando a echar un vistazo…
-¡Y como te lo pidió el Sr. Marqués…! -rio Yolanda-. Yo he venido a por los Aristócratas: el atentado será esta noche…
Urrutia no pudo resistirse a la rivalidad mimética y, mientras llamaba a la central pidiendo refuerzos, echó a correr hacia la planta noble del palacio queriendo adelantarse. Deseaba llevarse el mérito de la detención.
-¿Quién nos iba a decir que nuestro Urrutia era un snob? ¡Va hacia el salón de baile, como si los Aristócratas Anónimos fuesen una reunión de la alta sociedad! -dijo Yolanda con inesperada ternura.
-Me gustaría evitar que hiciesen una estupidez -suspiró Paco, pensando quizá en su sobrino, y echó a correr hacia al jardín. ¿Para proteger inconscientemente su lejana infancia desvalida?
Yolanda no corrió. Fue al garaje del patio trasero donde la constructora guardaba sus máquinas y herramientas. Pelayo no tenía ni que traer la pólvora, que ya estaría allí. Yolanda, en homenaje a la escalera que no recordaba, quiso darle tiempo para que terminase con una explosión. Ya terminarían, luego, juntos, con un suspiro.
Allí estaba, sí, concentrado, manipulando un móvil que iluminaba su rostro sin pasamontañas como en un cuadro de La Tour. Se acercó sigilosamente como una gata. No quería interrumpir el rito. Pelayo apretó una tecla y la onda expansiva de la explosión lo lanzó hacia atrás, hacia ella, que saltó hacia él, hacia delante, por la onda expansiva de otra explosión, la de su corazón
Rodaron por el suelo y, mientras ella le ponía delicadamente las esposas, él musitó:
-Yolanda…
Y ella contestó:
-Yolanda, ya no: tu tierra…
Se besaron. Urrutia y Azagra, que acudían corriendo cada uno desde una esquina, sólo vieron, a la luz de las llamas, una detención policial a brazo partido, heroica.
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