¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Esplendor del Palacio Real
Relatos de verano
CUANDO aparcaron la vespa en la plaza nueva, Yolanda dijo: -¡Joder! Cada vez soltaba menos palabrotas, pero le pudo la sorpresa de que fuese verdad eso de que siempre se vuelve al lugar del crimen. En el terreno de esa plaza habían estado los bloques de su apartamento. Esta vez los políticos se habían dado prisa en hacer una zona verde, porque el montón de escombros recordaba a todos la burla de los Aristócratas Anónimos.
-Hemos quedado en la heladería Accoramboni. Como verás, el ambiente está que arde.
Cuando entraron, Pelayo se levantó nervioso, feliz.
-¿Te cuida bien Helena? Pasaremos a un cuarto oscuro en la trastienda. Algunos miembros del club no se sienten muy seguros con una policía, aunque esté secuestrada.
De un vistazo Yolanda contó once hombres, más ellos tres, catorce. Empezaron sin presentaciones. Yolanda dijo al oído de Helena.
-¿Eres la única chica?
-No nos preocupa la paridad, ya ves. Me temo que no somos muy homologables con el siglo.
-Somos absolutamente siglo XXI, Helena -corrigió Pelayo-. Los siglos se identifican con los que se les oponen. El caballero del siglo XIX tenía que dar la vuelta al mundo, como Phileas Fogg; el del siglo XXI tiene que darle la vuelta al mundo, como un calcetín. Los que siguen viajando ahora, con lo fácil que se ha vuelto, se equivocan de aventura. Son anacrónicos por ir con los tiempos.
-Os he reunido aquí -interrumpió una voz cansada, de hombre de mediana edad- para informar de cómo van nuestras negociaciones con el Gobierno…
Yolanda se indignó. El Gobierno acababa cediendo siempre a la fuerza bruta, dejando a la Policía y su trabajo en tierra de nadie, como a la ley y a las víctimas. Teniendo en cuenta que ella era policía y víctima por partida doble, por su piso y por su secuestro, no pudo evitar un gesto de asco.
-Y nos ofrecen -dijo el hombre dirigiéndose a ella- un sustancioso rescate por tu liberación.
-A cambio, ¿qué piden? -preguntó desde una esquina una voz muy tensa.
-La disolución y alguna foto preelectoral.
-Pero si cada vez tenemos más apoyo popular -replicó otra voz tensa-. No podemos dejarlo ahora. ¡Intensifiquemos la lucha armada!
-Hemos de parar -cortó Pelayo con una autoridad que Yolanda no esperaba-, antes de que nos devore nuestro propio éxito. Nada más feo que la violencia innecesaria. Podríamos acabar luchando por la belleza con las manos manchadas o provocando un accidente fatal o incitando a que alguno de nuestros espontáneos admiradores haga una tontería irremediable…
-Te puede la formación judeo-cristiana, Pelayo.
-Y si no nos pudiese, acabaríamos como Nietzsche, pobres tullidos clamando por el súper hombre. Monstruos parasitando el esplendor.
-Pero negociar con el Gobierno, ¿qué, no es más feo aún? -clamaron varias voces desde la esquina revoltosa.
-Lo es. Rechazaremos la negociación y dejaremos que la policía (el cuerpo, en general, y la aquí presente en particular) nos asesten el golpe final. -dijo Pelayo, y en su voz volvía a caracolear la ironía-. Yo seré el detenido.
Los demás callaron. Contra el sacrificio, no hay discusión posible, y más si era de Pelayo. Yolanda se levantó:
-Ni hablar. Antes habría que detener a esos bestias insensibles de la esquina, que no demuestran arrepentimiento.
-No seas injusta, son bestias de una sensibilidad angélica, no te creas. Ya los conocerás. El éxito nos embriaga a todos. El detenido tengo que ser yo y tuya la medalla al mérito policial.
-Freud vería en eso una pulsión subconsciente de raíz sexual, Pelayo -psicoanalizó una voz del fondo.
Se rieron todos y Yolanda los vio más humanos. ¡Cuántas bromas sexuales había tenido que aguantar ella con eso de las esposas y, de pronto, les veía un sentido pleno, redondo, doble: sexual y, sobre todo, conyugal!
A la salida, cuando se disolvían entre las sombras con un aire de novela negra, Yolanda corrió tras Pelayo.
-Pero vuestra lucha es justa.
-Unum pro multis oportet dabitur, Yolanda. Conviene que me entregue y vaya a la cárcel por todos nuestros amigos, por estos meses trepidantes y, sobre todo, por ti. No está bien que justifiques nuestros ataques. Ni tú ni nadie. Aunque que los justifiques, los justifica. La belleza y la aventura han conquistado tu corazón: con eso basta. Cuando se me vea apresado, se derrumbará el mito de los Aristócratas Anónimos y se hablará de mi quijotismo equivocado y todo esto, tan trascendente, se camuflará como una broma extravagante.
-¿Y qué haré yo?
-Apresarme, para empezar.
-Oh, no.
-Hemos salvado tu alma, y la mía, porque el alma sólo respira en la belleza, pero se alimenta del amor, y yo te quiero. Ahora nos queda, para empezar de nuevo, acabar del todo.
-¿Qué será de nosotros?
-No será para tanto. ¿No te quejabas tú de que los que detenéis entran por una puerta y salen por otra, eh? Parece mentira que pienses que el sistema carcelario español nos va a separar mucho tiempo. Será una cárcel de amor, momentánea, conveniente para un noviazgo comme il faut. Pelaremos la pava por la reja y leeré, mientras tanto, La Pimpinela Escarlata y Sir Percy Blakeney entrará a rescatarme una y otra vez.
-Sólo te pido un favor. No te me entregues. Me sentiría fatal haciendo teatro ante mis compañeros. Planea muy bien tu último golpe y no me fallará el instinto. Yo seré la que te detenga.
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