Enrique García Máiquez

Aristócratas anónimos (8)

Relatos de verano

Durante el vals, Urrutia empezó a gritar a Yolanda, según el plan previsto, pero se apagaron, de golpe, las luces y cayeron pétalos de rosas del techo. Aprovechando la oscuridad, los Aristócratas Anónimos raptan a la subinspectora Romero con un pañuelo de seda con cloroformo. Vuelven a bajarla en brazos por otra escalera. Helena se la lleva en su vieja vespa azul al campo, mientras que Pelayo vuelve a la fiesta antes de que se enciendan las luces. Urrutia no comprende lo sucedido, pero su irritación no conoce límites. Pelayo tiene la habilidad de hacerse el tonto.

29 de agosto 2016 - 01:00

MI novio -contestó Helena- se ha quedado en la fiesta. Es capitán de Caballería y hombre de grandes recursos. Lo de la lluvia de pétalos fue idea suya. Los militares, ya sabes, son románticos irremediables…

-La esgrima la practicas con él, ¿no? Anduve buscando maestros de esgrima por toda la provincia.

-Sí, han sido los requiebros de nuestro noviazgo. Las bisabuelas pelaban la pava entre las rejas. Nuestras rejas eran vertiginosas, chispeantes.

-Qué envidia. Yo tuve historias, rollos, temas, relaciones, amigos… Nada que pueda llamar noviazgo, ni me han hecho la corte así.

-Pelayo lleva unos meses encendiendo en tu honor los fuegos artificiales de sus bombas ultra-estéticas. Eso deja mi esgrima en un juego de niños.

-Qué loco y halagador. Pero sigo siendo una policía y estoy destinada a este caso…

-Por supuesto, Yolanda. Si hay algo capaz de enamorar a Pelayo, sin desmerecer tus ojos y tu pelo, es la fidelidad a una vocación, el cumplimiento abnegado del deber. Eso es la nobleza. -Tiró el cigarro al suelo y lo aplastó con la punta del zapato con una perfecta combinación de delicadeza y crueldad-. Te hemos raptado para que nos detengas.

Durante todas esas semanas, saberse secuestrada calmó los problemas de conciencia de Yolanda. Había mandado mensajes de vida que habrían tranquilizado del todo a sus padres. Su gata Pukka estaba en casa de Paco Martínez de Azagra. Y ella, la policía concienzuda que seguía siendo, trabajaba las 24 horas. Más infiltrada en la célula terrorista, imposible. Extraía ingentes cantidades de información.

Que Helena, por otra parte, estaba deseando darle. En el campo, hacían vida de château. Por la mañana temprano paseaban por los carriles. Una lámina de rocío muy fina aguantaba el polvo todavía y lanzaba al aire, sin embargo, todos los olores de la primavera. Helena le enseñaba los nombres de los árboles y los pájaros y Yolanda aprendía que identificarlos era acariciarlos. Tanta explosión de colores le recordó las bombas.

-¿Cómo se os ocurrió meteros en esto, Helena, si lo teníais todo?

-Nadie tiene nada sino cuando lo entrega o lo defiende. Son la mano izquierda y la mano derecha. No hay otra manera de sostener lo verdaderamente grande que con ambas manos.

-Pero ¿cómo empezó?

-Lo que más ha hecho avanzar más a la humanidad es un tipo de personas del que Pelayo es el arquetipo: el bocazas que cumple su palabra.

-Ya veo: empezó como una broma y acabó con una bomba.

Helena asintió, frívola y preocupada.

Al mediodía nadaban en la alberca, junto a un algarrobo centenario que daba una sombra más honda aún que el agua. El aire tremolaba con los cantos de las chicharras y se diría que los dos cuerpos al sol, estáticos, apolíneos, eran el motor inmóvil de tanta vibración.

-Voy a ser la secuestrada más bronceada de la historia del terrorismo.

-Aquí todo ocurre al revés. Tú no eres una secuestrada, sino nuestra invitada y no somos terroristas, sino contraterroristas. No pretendemos extender el miedo, sino reírnos a mandíbula batiente del masoquismo del Estado, que premia la violencia contra él. Comprendo la tentación de llamarnos aristoterroristas, pero somos los últimos contrarrevolucionarios. Y por eso tenemos que terminar en una derrota. Nos tienes que vencer, Yolanda.

Por las tardes, leía los libros que Helena le recomendaba y por la noche, tras una cena copiosa, los comentaban hasta las tantas, bebiendo Pedro Ximénez y Oporto. La biblioteca del pequeño cortijo era inagotable, como su despensa y su bodega. En muchos libros veía los asteriscos al margen con que Pelayo señalaba algún pasaje y, a veces, caía una servilleta con alguna idea pergeñada con prisa y una mala caligrafía que desesperaba a Yolanda, tan pulcra en todo. Pero encontrarse esos subrayados y notas era una manera de hablar con él, de conocerle más allá de los golpes, las sospechas, los interrogatorios y los cloroformos. En esos breves apuntes oía su voz, vislumbraba el brillo inquisitivo de sus ojos.

Esa noche Helena había salido en moto y Yolanda, tendida en su cuarto, rememoraba el desesperado intento de escapar una mañana de su segunda semana. Durante el paseo matinal, se lanzó por una ladera, rodando. Se adentró en un alcornocal y buscó la protección de los altos lentiscos. Los cardos arañaban su piel, pero no dejó de correr. Sentía a Helena tras sus pasos. Se perdió. Le asustó la aparición repentina de unos corzos. Tras toda la mañana y el mediodía corriendo, cayéndose, ocultándose, gateando, coronó un monte…, y la vio abajo, tendida, tranquilamente leyendo, con un brazo lánguido dentro del agua helada de la alberca. No la había perseguido. Yolanda regresó andando, paseando, avergonzada de su miedo. Helena la consoló.

La sacó de esos recuerdos la vespa de su amiga enfilando el carril de la finca. Bajó a cenar con unos vaqueros de Helena que le estaban perfectos, ceñidos, no apretados, y con una camiseta muy grande de Pelayo, que ostentaba un retrato de Camoens, tuerto y fiero. Pero Helena la estaba esperando con las llaves de la moto en la mano.

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