Enrique García-Máiquez

Aristócratas anónimos (6)

Relatos de verano

27 de agosto 2016 - 01:00

NI los poderes fácticos ni, por tanto, los políticos estaban contentos con la cotización al alza de la belleza. Eran dos siglos especulando a la baja. Las presiones sobre la policía para que pusiese fin a los Aristócratas Anónimos se multiplicaban.

Urrutia concibió un complejo operativo sobre un plan naif. Acudirían a una puesta de largo en el palacio de su nuevo amigo el marqués de Ferrero. Durante el vals el comisario se pondría muy impertinente con Yolanda y los Aristócratas Anónimos -con un 93% de posibilidades- intervendrían. Entonces se activaría un sofisticado cerco policial.

-Los cogeremos por la cosmovisión, Yolanda. Su machismo es su punto débil.

Ella no tenía claro que fuera machismo, pero sabía que, de estar allí, su aristoterrorista no se estaría quieto. Hubiese querido negarse a esa pantomima, pero habría resultado raro en ella, que se había presentado voluntaria a simulaciones similares para capturar a narcotraficantes o a políticos corruptos. Esta vez era distinto, pero ¿cómo explicárselo a nadie si ni ella lo entendía del todo?

Azagra lamentaba no asistir, pues conocía desde niño el palacio. Hacía muchos años que no lo frecuentaba, pues estaba enemistado con el actual marqués, pariente lejano suyo, que no terminaba de aceptar que un primo hubiese acabado de guardia de la porra.

-Pero el desdén es mutuo -dijo para cortar por lo sano el asombro y la curiosidad de Yolanda, y para centrarse en lo que le apetecía: describir el jardín del palacio con todo lujo de detalles.

El traje rojo de fiesta le sentaba muy bien a Yolanda, aunque el tatuaje de su empeine le daba cierta inseguridad. Ahora hubiese preferido un delfín, pero era un tiburón. Saludaron a los anfitriones. El marqués deseaba que se acabase de una vez la broma de los AA. AA. "Si el nombre es el arquetipo de la cosa, Aristócratas Anónimos es una contradictio in terminis", le había explicado a Urrutia. Además, después de la puesta de largo, que era, en cierto modo, una despedida, iban a tirar el palacio y a construir unos apartamentos de lujo llamados Terrazas del Marqués. Las primas de los seguros estaban por las nubes por culpa de los aristoterroristas.

Yolanda se fijó en las otras invitadas y no notó diferencias que la delatasen. Había esperado más de las niñas bien, se dijo, entre aliviada y decepcionada. Sin embargo, todos se conocían y ella atravesaba los salones sin nadie a quien saludar, esquivando las miradas demasiado escrutadoras de los invitados y las atenciones demasiado zalameras de los camareros. Entre la soledad y los nervios, había bebido demasiados cócteles demasiado rápido. Salió al jardín. La noche estaba radiante. La gran jacaranda, de la que le había hablado Paco, competía con el morado del cielo, y vencía.

-No esperaba encontrarla aquí.

-Yo tampoco -dijo Yolanda, sin poder disimular el alivio ni la alegría ni la angustia.

Pelayo lo notó y sonrió.

-Deberíamos tutearnos -zanjó Yolanda-. Ya nos conocemos.

-En efecto, Yolanda, el "usted" resulta anacrónico, por desgracia para nuestro tiempo, y está fuera de lugar, lo que en un palacio es bastante triste. Y más porque te favorecía mucho. Tanto como el tiburón que asoma su aleta por tu zapato.

-Siente que está muy cerca de atrapar a su presa…

-O viceversa -dijo a su espalda una voz femenina.

Antes de que su memoria identificase la voz, dieron la alarma sus celos. Era la chica. Yolanda se volvió como una gata. Y sus celos no hicieron sino erizarse más. Sin pasamontañas, sin el casco de la moto, sin la vara…, era bellísima.

-Se debería llamar Atenea, pero se llama Helena -la presentó Pelayo-. Helena, esta cazadora-cazable se podría llamar Diana, pero se llama Yolanda. Te he hablado de ella.

Pelayo dejó que las chicas se besasen, y añadió:

-Helena es mi hermana; y te debe unas disculpas.

Yolanda se llevó la mano al lado de la cabeza donde recibió el varazo.

-Mi hermano se debe de referir a esta repentina aparición -guiñó-. Qué hermoso traje.

-El tuyo sí que es bonito -notó sinceramente Yolanda-, va a juego con la jacaranda y con la noche.

-El tuyo juega con fuego -terció Pelayo.

La mezcla del juego, del fuego, de la inesperada amabilidad de los hermanos y el cóctel de cócteles nubló a Yolanda. Inopinadamente empezó a prevenirles del plan de Urrutia.

-Está convencido de que los aristócratas anónimos asistirán a esta puesta de largo. Yo supuse que eran dos aristocracias distintas, como el agua y el aceite…

-Realmente, Pelayo, esta chica es un prodigio -y volviéndose a ella, explicó, correspondiéndole con una confesión de culpabilidad-; pero los aristócratas anónimos, igual que tenemos un tío policía tenemos una prima segunda que se pone de largo. La familia escapa a nuestro control.

-Urrutia pretende ponerme públicamente en ridículo, contando con que los aristócratas anónimos sois incapaces de resistiros al micromachismo de defender a una dama en apuros…

-Lo que llamáis micromachismos son microgalanterías, y muy micro, porque tú las mereces macro -aclaró Pelayo.

-Vale, ya, sí; pero esta noche vas a disimular y mirarás hacia otro lado -ordenó Yolanda como si ya estuviese hablando con su novio.

-Eso, querida -dijo Helena-, es pensar lo excusado. ¿Crees que si Pelayo mirase alguna vez hacia otro lado estaríamos en este follón?

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