Monticello
Víctor J. Vázquez
No es 1978, es 2011
Azul Klein
V UELA, vuela que vuela. Paloma vuela que vuela. Y no dejes que te alcance mi amor. Que puede ser que te hiera". Tardo en reconocer la canción que popularizó Tijeritas, el malagueño al que Camarón apodó así porque decía que acortaba mucho los cantes, en la voz del último músico callejero que se ha apostado cerca de esta esquina donde el periodista Alejandro Luque y yo intentamos entrevistar a Bernardo Atxaga, de paso por Sevilla para presentar su novela Casas y tumbas.
Hace años una buena amiga, hija de un laureado escritor, me advirtió que "los autores a los que una más estima suelen decepcionar mucho en las distancias cortas" y a ese consejo he tenido que acudir en muchas ocasiones a lo largo de los años. No debería sorprenderme ya que prosistas y poetas cuya rectitud moral admiro negro sobre blanco entre las páginas de sus mejores libros y artículos sean capaces de tensar la cuerda de unos frágiles presupuestos para viajar en preferente con sus parejas, no admitan hoteles por debajo de las cinco estrellas o se levanten de la mesa sin excusarse sólo porque alguien se ha atrevido a alabar un libro que no es el último suyo. Mimados como estrellas de rock, refractarios al cansancio de quienes los pastorean o escuchan, las decepciones son cuantiosas si uno busca la equivalencia entre la grandeza autorial y la actitud personal. Pero no fue el caso de Juan Eduardo Zúñiga, que falleció el lunes a los 101 años dejando tras de sí una obra mucho menos leída de lo que su calidad merece y un legado moral insobornable. Su editor Joan Tarrida comentaba que Zúñiga, tal vez el mejor traductor de autores rusos que hemos tenido en España en décadas, llevó una vida humilde, rehuía promocionar sus libros y la vida pública, y sólo le interesaba leer, escribir y todo lo que pasa en la soledad de las palabras.
La actitud de Zúñiga, que Atxaga comparte en gran medida, me devuelve a esta esquina donde el autor vasco nos está contando que para él la literatura está hecha de experiencias, de tiempo vivido, de cuerpos, de la intensidad del hecho que conserva la memoria y que la que el intelectual elabora desde la barrera, desde la cafetería, le es igual a cero. Y de nuevo la voz del Tijeritas de la Gavidia se cuela en la grabadora, cosa que a él le perturba menos que las carretillas de camiones de carga y descarga que avanzan por la plaza. "Me gusta mucho la música e incluso los cantantes callejeros, siempre que uno no viva cerca de ellos", admite el creador de Obabakoak que, antes de despedirnos, reconoce que ningún premio ni alabanza le emociona tanto como escuchar por la radio, cuando vuelve de noche a casa conduciendo por la autovía, que Mikel Laboa canta un poema suyo que tal vez le sobreviva. Unos versos que en castellano suenan así: "Tú, arcaico corazón,/ mira por la ventana./ Mira hacia ese bosque/ que ya reverdece".
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