Julián Aguilar García

Anegados

Uno de los problemas de nuestra tierra es que nos pirramos por los fuegos de artificio, por lo superfluo espectacular, incluso por el esfuerzo intenso pero breve, y nos produce erisipela el trabajo constante

03 de febrero 2022 - 08:44

Durante una época de mi vida una vez al año iba por razones profesionales a distintas ciudades de la India, fundamentalmente Delhi, Mumbai (de soltera, Bombay), Vadodara (o Badora) y Chennai (a la que los británicos llamaban Madras). Por la forma en que esos viajes se planificaban, en más de una ocasión mi estancia en la India coincidía con plena época del monzón y asistía al espectáculo casi sobrecogedor de la naturaleza desatada en forma de lluvia torrencial e incesante. Con consecuencias benéficas para el restablecimiento de reservas de agua, para la agricultura, para limpiar la atmósfera muy contaminada. Y las maléficas (que no es sólo una creación de Disney) de inundaciones, calles convertidas en arroyos, vuelos cancelados y todo lo que lógicamente quepa imaginar.

Recuerdo que en Chennai, cada vez que íbamos a pasar por debajo de un puente, la persona que me llevaba en coche desde el hotel al lugar en que íbamos a trabajar, paraba el vehículo y, andando (empapándose mientras, por supuesto), se aseguraba de que el charco formado bajo el puente no nos impedía el paso, no nos iba a dejar atrapados o, peor, no era tan profundo como para que el agua pudiera llegar a entrar con profusión en el interior del habitáculo comprometiendo incluso nuestra seguridad. O sí. Y yo pensaba, ingenuamente, o acaso por un condicionante eurocéntrico y complejo de superioridad caucásico, heteropatriarcal y neocolonial, seguro, que esa falta de infraestructuras adecuadas y, sobre todo, de deficiente mantenimiento de las que sí existían, se podía dar en la India, pero nunca, o al menos ya no, en nuestra tierra de María Santísima, la California del Sur de Europa. Que las riadas en Andalucía que yo recordaba de mi infancia y juventud eran cosa superada, propia de una época en que, según nos explican ahora, aún éramos franquistas sin saberlo pese a que los padres de quienes nos lo dicen estaban en el Parlamento.

Cuando escribo estas líneas tenemos anegados -alagados, que dicen en pallaresino, el idioma del cincuenta y uno por ciento de mi sociedad conyugal- pasos subterráneos por acumulación de aguas. Cruces de calles en que el agua forma olas. Tapas de alcantarilla saltando por los aires. ¡Cielos! (con perdón). ¿No era algo propio del países del Tercer Mundo, que ahora llamamos emergentes con lo cual sus habitantes ya viven mucho mejor, qué duda cabe?

Sí, ya sé, no podemos pedirles a nuestros dirigentes que organicen los recursos para luchar contra los elementos, porque desde los tiempos de Túbal, pasando por Felipe II y llegando hasta hoy, siempre hay una excusa para la mala gestión, la imprevisión y la corrupción. Sí, ya sé, estamos inmersos en un cataclísmico cambio climático y bla, bla, bla.

Pero uno de los problemas de nuestra tierra es que nos pirramos por los fuegos de artificio, por lo superfluo espectacular, incluso por el esfuerzo intenso pero breve, y nos produce erisipela el trabajo constante que no luzca en el escaparate. Y, claro, cuando llueve nos ahogamos.

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