¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
El espectro de Paulina Crusat
la tribuna
LA sorpresa de los resultados en las elecciones autonómicas tenía una clara lectura en los rostros y las primeras declaraciones de los líderes políticos de Andalucía. Tras la sonrisa forzada de los teóricos vencedores y la felicidad contenida de los oficialmente derrotados estaba la realidad de los votos. La asignación definitiva de los escaños ha vuelto a cuestionar la credibilidad de muchos de los sondeos; o quizás que el llamado voto oculto tenía una implícita vocación de izquierdas. En todo caso, una vez más se ha comprobado que los partidos que representan esta opción política continúan teniendo un inquebrantable arraigo popular en nuestra comunidad; y ello a pesar de que todas las circunstancias, políticas y económicas, favorecían el relevo por primera vez en el poder político autonómico.
La escasa e inesperada diferencia entre las dos primeras formaciones políticas evidencia que el Partido Popular sigue sin contar con el apoyo mayoritario de la sociedad andaluza. Pero la dulce derrota de los socialistas no debe ocultar tampoco el cansancio y la contestación de una buena parte de su electorado hacia unos líderes y un programa que necesita a toda costa renovarse en profundidad y sin engañosos maquillajes. Además, probablemente su fracaso -en una sola legislatura ha pasado de la mayoría absoluta a ser segundo en el reparto de escaños- hubiera sido mucho más impactante en términos de gobernabilidad si Izquierda Unida no hubiera revalidado su tendencia al alza, multiplicando su presencia en el futuro Parlamento. En efecto, si se compara el número de votos obtenidos por los tres partidos en el 2008 y el 2012, sólo este último partido ha conseguido aumentar el número de votos en unas elecciones marcadas además por una notable abstención.
El paisaje institucional después de la batalla electoral contiene elementos de incertidumbre que no deberían ser pasados por alto tras los sinsabores y las alegrías que han proporcionado estos comicios.
En primer lugar, Andalucía corre el riesgo de convertirse en una especie de territorio numantino dentro de un mapa político pintado de azul en todos los niveles de gobierno (estatal, autonómico y municipal). La necesaria cooperación que exige el modelo autonómico diseñado por nuestra Constitución, más aun en un período de crisis como la que estamos viviendo, va a encontrar serias dificultades para llevarse a la práctica en las relaciones institucionales con el Estado. La probabilidad de que se vuelva a etapas anteriores marcadas por una alta conflictividad entre este último y la Junta es bastante alta; un hecho que se puede acentuar por la inclinación hacia políticas totalmente opuestas al neoliberalismo, que está poniendo en practicando el Gobierno central aunque ya se habían iniciado con el anterior ejecutivo de socialista.
La panorámica institucional que anticipan los resultados electorales pasa también por una investidura del próximo gobierno de la Junta, en el que las cartas deben quedar muy claras para quienes se encuentran ya en la imperiosa necesidad de pactar, tanto las políticas como las consejerías y los responsables que se harán cargo de ellas.
Estas elecciones, y con ellas la desaparición en la práctica de un persistente y esencial bipartidismo, implican igualmente la conveniencia de desarrollar un estilo de gobierno diferente, diría incluso que alternativo, aunque sin que se haya producido realmente el acceso al poder de quien sería la alternativa natural al socialismo. También para Izquierda Unida, el hecho de participar directamente en el gobierno de la Junta debería implicar seguramente una modificación en la estrategia interna habitual que se emplea para la toma de decisiones, con unas técnicas asamblearias que pueden demostrarse incompatibles con la gobernabilidad de un futuro Ejecutivo de coalición. Las elecciones han certificado por otro lado la defunción total del andalucismo histórico y en este momento casi residual; así como la presencia puramente testimonial de otros partidos, como UPyD, que por ahora sólo pueden soñar con ejercer de "bisagra" de aquella misma gobernabilidad.
Pero la lección más importante que debamos aprender de estas elecciones es que el pueblo andaluz ha vuelto a pronunciarse, quizás de una manera casi inconsciente pero efectiva, en favor de una concepción del Estado autonómico contraria a la recentralización, y de paso también a la España territorial con dos velocidades, aquella en la que se acepta como inevitable que haya unas pocas Comunidades de primera, obviamente las que cuentan con fuertes nacionalismos, mientras el resto tendrían que admitir una rebaja en su derecho al autogobierno por exigencias del guión ante la crisis.
Frente a esta posibilidad se ha vuelto a demostrar que Andalucía quiere mantener una seña de identidad, no necesariamente cultural o lingüística, orientada afortunadamente a la satisfacción de aquellos derechos y principios constitucionales que forman parte ya de nuestra cultura política. Vuelve entonces a ganar el Estatuto de Autonomía aprobado en el 2007, cuyas cláusulas y compromisos sociales recobran el valor que debe tener la principal norma institucional de nuestra comunidad.
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