¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
El arte de renombrar un puente
Crónica personal
NO deja de ser triste que elogien el espíritu de concordia de Suárez quienes trabajan en política con el único afán de lograr titulares metiendo el dedo en el ojo del adversario, al que nunca reconocen un acierto. No deja de resultar incómodo que algunos de los que más ponen el acento en que fue Suárez quien promovió la Constitución del consenso, hoy basan su estrategia en descalificar los puntos básicos de esa Constitución, que efectivamente fue clave para emprender el camino hacia una nueva España.
Hoy a todos se les llena la boca con los mejores calificativos para quien fue el presidente de la Transición por excelencia, pero algunos de los que ponen a Suárez en el pedestal no han hecho el menor mérito para rendirle homenaje poniendo en práctica el coraje, el patriotismo y la generosidad de quien junto al Rey dirigió España en una de las etapas más complicadas de su historia; porque se trataba, nada más y nada menos, de pasar de una dictadura a una democracia en el espacio de tiempo más breve posible, superando diferencias históricas, distintas concepciones sociales y sobre todo una Guerra Civil que dividió España en dos mitades y provocó un millón de muertos, odios y diferencias insuperables.
La enfermedad de los últimos años le ha impedido a Suárez tener conciencia de cómo algunos que hoy le halagan han hecho todo cuanto estaba en su mano para destruir su patrimonio: la reconciliación, anteponer el interés común al interés singular y sobre todo el respeto a las instituciones; empezando por el debido a la Monarquía, gracias a la cual, Suárez lo ha sabido mejor que nadie, hoy somos lo que somos.
Suárez fue grande entre otras razones porque hizo grande a una España empequeñecida por décadas de dictadura, aunque tuvo episodios oscuros en su biografía porque como tantos otros líderes políticos se dejó llevar al final de su mandato por un golpe de soberbia y vanidad que le alejó de los ciudadanos en general y de su gente en particular. Hasta el punto de prescindir de algunos de sus hombres y mujeres más leales como Fernando Abril, o de crear un partido que restaría apoyos a la UCD que también él había creado. Pero el plato bueno de su balanza es tan pesado, que en la hora del adiós su valor y su sentido del deber se superpone a cualquier otro recuerdo.
Un hombre íntegro que atravesó graves problemas económicos a pesar de que podía tener el mundo a sus pies, un hombre que dejó su pasión política para dedicarse en cuerpo y alma, en exclusividad, a su mujer enferma; un hombre de una sencillez poco habitual en política, un hombre que no dudaba en plantar cara a los grandes de la escena internacional que mostraban desafecto por España, como Giscard o Hassan, con quienes las tuvo sonadas.
Arrollador, vanidoso, afectuoso, un punto chulo, divertido, drástico, austero, seductor, incansable, trabajador, impetuoso y entrañable. Con él se rompe un molde.
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