La aldaba
Carlos Navarro Antolín
El rey brilla al defender lo obvio
La Universidad San Pablo CEU de Madrid ha tenido la idea de celebrar un simposio sobre la contracultura y lo que ha supuesto en el pensamiento, la literatura y el arte contemporáneos, es decir, en la vida de todos, de forma directa o de rebote. Si el 68 fue un efecto de la contracultura o viceversa, es parte del debate, pero en todo caso no es erróneo vincular uno y otro fenómeno como ya hiciera Babelia en el número que dedicó a la exaltación de la contracultura poco después de cumplirse cincuenta largos años desde el mayo parisino. Las personalidades de la "contracultura" actual, muchas de ellas plenamente instaladas en el establishment y hasta con cargos oficiales, invitadas entonces a opinar sobre la vigencia del concepto reconocían su dificultad en un panorama dominado por la mercantilización, la subvención y las redes. En suma, podemos concluir, la contracultura será hoy lo que se quiera pero en modo alguno un contrapoder. Más bien, un aliado de lo establecido en la medida en que la subversión convenida forma parte del núcleo mismo de los proyectos culturales y sociales del poder político.
Me ha tocado en ese coloquio apuntar el papel de las academias como factor de resistencia no intencionado, al menos explícitamente, al universo contracultural. Y no sólo de las ocho grandes academias nacionales, también de las decenas de corporaciones pertenecientes al Instituto de España, casi veinte sólo en Andalucía, que participan de su espíritu. En todas, grandes y pequeñas, más o menos prestigiosas, prevalecen y se conservan valores propiamente culturales que tienen que ver con el rito, la jerarquía, la gratuidad o la presencialidad de sus actividades que chocan, y hasta qué punto, con las condiciones impuestas por la cultura de masas. Cierto es que el poder político, y en consecuencia los medios, las maltratan a menudo y en la misma medida en que son capaces de mantener su independencia. Algunas polémicas de estos años, como la actual acerca del lenguaje mal llamado inclusivo, más bien implosivo, entre la RAE y los lobbies feministas, muestran bien a las claras que las academias son hoy, paradójicamente, la vanguardia del contrapoder cultural. Esa independencia no es casual, está asentada en la propia tradición académica, en su indisimulado elitismo y en la cooptación de sus miembros, procedimiento que, a la postre, se ha revelado como mucho menos poroso a las pretensiones del poder que otros sistemas de apariencia menos discutible. Para contracultura de la buena, hoy, las academias.
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