La ventana
Luis Carlos Peris
Perdidos por la ruta de los belenes
La Salud que Viene
Hace casi diez años dediqué uno de los capítulos de esta tribuna a la incipiente nanomedicina, bajo el título El verdadero viaje alucinante. Recordaba ya allí la película de mi infancia en la que un submarino lleno de médicos era miniaturizado mediante una revolucionaria tecnología, e introducido en la corriente sanguínea; debiendo navegar desde un vaso periférico hasta la cavidad craneal, para eliminar el coágulo cerebral que amenazaba la vida de un famoso científico. Al final salían por un ojo, trepando por un lacrimal y siendo expulsados finalmente por una lágrima que insinuaba como el paciente se recuperaba.
Desde aquel artículo hasta hoy la ficción se hace cada vez más real. No la de introducir médicos diminutos, pero si la de diseñar y manipular nanomáquinas con capacidad para circular a través de fluidos corporales hasta llegar, por ejemplo, a una célula maligna diana. Y para ello, el primer reto es conseguir que el artilugio se mueva de forma controlada. Los llamados nanomotores son pequeños dispositivos autónomos capaces de realizar tareas complejas, mientras se auto propulsan a través de un medio líquido gracias a la energía obtenida desde diferentes procedencias. Es decir, deben poder transformar dicha energía (luz, ultrasonidos, campos térmicos o magnéticos…) en movimiento. Además, tras llegar a su meta y ejercer su función, deben no requerir su posterior extracción debiendo estar compuestos por materiales biocompatibles o biodegradables.
En 2016, De Ávila informó ya de avances en el tratamiento de infecciones gástricas con este tipo de tecnologías, probadas en ratones para la eliminación del Helicobacter pylori. De igual manera, hay ya experiencia provisional en el tratamiento del cáncer de vejiga, siendo la necesaria navegación de los micromotores asistida desde campos externos y facilitada la unión específica al objetivo final, mediante anticuerpos de superficie. Gracias a estos avances, la aplicación de estos robots en biomedicina se hace tremendamente esperanzadora para fines como: el diseño de fármacos dirigidos, diagnósticos in situ, ataque a microorganismos o a células cancerosas y, por qué no, como nanobasureros.
Siempre he fantaseado en diferentes publicaciones con la idea de futuras nanobarredoras que recojan, transporten y eliminen los trozos del colesterol malo depositado en nuestras arterias. En 1992, coincidiendo con la expo de Sevilla, leí un artículo de Anthony Lewis donde se analizaba la posibilidad de utilizar principios cibernéticos para controlar nanorobots dentro del cuerpo y aventuraba ya su utilidad futura en oncología. Un auténtico visionario que deberemos recordar. Fue tras su lectura cuando comencé a soñar con los basureros de ateromas… Y parece que se acercan.
En un reciente trabajo de 2020 de Wan y colaboradores, demuestran cómo tras recubrir los artilugios robóticos con membranas plaquetarias, han conseguido dirigirlos sobre trombos previamente iluminados, tras dotar a los nanobots de la capacidad para agregarse a los mismos y penetrarlos, pudiendo así desde su interior, aplicar los fármacos limpiadores del daño e inhibir su regeneración. Sus resultados son espectaculares, y aunque por ahora sólo aplicables en modelos experimentales en rata, cada vez vemos más cerca lo descrito en la película que en 1966 protagonizara la mismísima Rachel Welch. Impresionante, sí. Pero aún lo es más si revisamos lo descrito en una publicación reciente de la revista Science Robotics, donde un grupo de investigadores españoles describen el comportamiento colectivo de estas partículas. Afirman que, en sus observaciones, éste se asemeja al de un “enjambre inteligente”; pues conforman distribuciones homogéneas “espontáneas” dentro del fluido en el que han sido depositados.
En este punto deberíamos pararnos a reflexionar sobre la importancia de permitir o no que estas partículas se puedan comunicar entre sí. Veamos para ello otros comportamientos de este tipo en la naturaleza. En una colonia de termitas podemos observar una inteligencia colectiva emergente que no se explica por las capacidades separadas de cada uno de sus componentes. Muchas veces, derivan de interacciones simples entre los elementos, (feromonas) pero nadie sabe explicar desde donde “se está dirigiendo” esa conducta unísona, sobre la base de estructuras neurológicas y comunicativas tan elementales. Y es que hace ya tiempo que estas constataciones son utilizadas para el diseño de algoritmos en inteligencia artificial. ¿Será así como emerge la consciencia? El ejército americano usa ya hoy estos principios para el control de vehículos no tripulados. Quizá deberíamos reflexionar sobre esto en otro capítulo.
En LSQV dispondremos de enjambres robóticos, que circularán por nuestro torrente sanguíneo, con capacidad de interactuar entre sí, incluso reprogramando su propia finalidad, y que actuarán como verdaderos centinelas alertando de la aparición de un riesgo determinado -como una célula cancerosa, o un coagulo incipiente- ejerciendo como verdaderos combatientes-vigilantes, neutralizado o avisándonos de una amenaza incipiente antes de que vaya a más.
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