Visto y Oído
Francisco Andrés Gallardo
Voces
el poliedro
Herederas de los profesores mercantiles y las escuelas de Comercio, las primeras promociones de estudiantes de la rama de Empresariales de la carrera de Economía recibían una formación poliédrica, en el sentido de poco especializada. Y así tenía que ser, o al menos así la titulación tuvo éxito, si nos atenemos a lo que años más tarde se dio en llamar empleabilidad. Todos sus egresados encontraban en poco tiempo empleo en finanzas, contabilidad, recursos humanos, compras, función comercial, consultoría o auditoría; algunos, en el área de producción; casi todos, en cargos directivos. Otros se lo montaban por su cuenta, comiendo terreno a los licenciados en Derecho en materia fiscal. Quienes eran hijos de empresarios se daban un soporte titulado que no tuvieron sus mayores. Empresariales era -y es- una carrera de corte semitécnico, porque la gestión de empresas -que es de lo que se trata- tiene mucho de diseño, de artesanía y rutina, y, en el más aristocrático de los casos, de toma de decisiones en un entorno complejo e incierto: de estrategia. Tanto o más que de técnica, y no digamos que de ciencia.
Como sucedió con esta carrera nueva nacida en los setenta del XX de la mano del auge empresarial privado, toda materia universitaria ansía investirse de carácter científico para justificar su rango de enseñanza superior. Nacía con brío, discutiéndole terrenos a la Psicología o al Derecho, una ciencia social, algo en el medio de las disciplinas clásicas: no experimental, no humanista. El economista de empresa no necesitaba ser culto o matemático, ni tampoco aspiraba a erigirse en druida de la fábrica: como el Señor Lobo de Pulp Fiction, resolvía problemas. O, sin más pretensiones, llevaba las cuentas, la tesorería, los impuestos, el personal. O todo ello, desde arriba, con cargo directivo, si prosperaba con su esfuerzo y capacidad. La rima fácil acuñó aquello de "el que vale, vale, y el que no, pa Empresariales". Pero vale quien sirve.
El Parlamento y los gobiernos dejaban de ser un domus de abogados e ingenieros. El INI y el Banco de España se nutrían a la especie invasora. Los ejecutivos de éxito de la profesión economista cotizaban al alza en la política (con grandes petardazos, eso también). No hablamos de los economistas generales, que, en puridad, nada tienen que ver con la condición de gerente ni con los libros de Mayor o Diario; ni con la pelea bancaria, la venta y el plan de medios o la dirección de personas en un organigrama. Habían nacido los nuevos economistas, los prosaicos de tal disciplina, que se formaban, básicamente, en cinco años en aquello que los técnicos debían formarse con un MBA.
Otros acabaron enseñando. Aunque en mis tiempos no existía ninguna asignatura integradora y final, ahora se imparte una materia llamada Creación de Empresas. Llámenle planes de empresa o viabilidad, modelos de negocio, planificación estratégica: todo eso que algunos que han tenido éxito empresarial o se han hecho a sí mismos -como suele decirse- consideran un blablablá (eso sí: se desviven por dar a sus hijos un título empresarial superior). Quien, por su mérito o sus genes, triunfa en un negocio propio a veces desecha la teoría; desprecia la academia, sobre todo si no es cara ni anglosajona. Aunque después acaben orgullosos de cursar un masterazo caro donde se han codeado con empresarios y ejecutivos con cierto nombre, haciendo deberes de largo alcance mediante el estudio del caso, la explotación de sinergias, la diversificación horizontal y vertical o la alquimia de los costes indirectos.
En los últimos años, los proyectos de simulación de empresa de los alumnos de Empresariales son en un alto porcentaje aplicaciones, apps. El economista y su universidad navegan en nuevas aguas; el empresario clásico, también.
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