Salud sin fronteras
La IA y la humanización
Las universidades privadas son una alternativa de enseñanza superior en plena expansión, como sucede con la medicina privada concertada y en mayor o menor medida subvencionada. Sus objetivos empresariales y formativos van desde ofrecer titulaciones novedosas a competir con la oferta pública, o proveer de títulos a quienes no pudieron por nota entrar en la opción histórica continental, y ostentar algunos centros de verdadera excelencia docente y, en menor número de casos, investigadora. Y, lógicamente, rentabilizar su negocio con matrículas incomparablemente más costosas. Más costosas para el estudiante o, mejor dicho, su familia, que no para el Estado, que cumple su función constitucional de proveer de educación –y sanidad– a cualquier persona, independientemente de la capacidad económica de su familia. Las apreturas presupuestarias, la tendencia imparable a la deconstrucción estatal y el derecho a competir en un mercado crecientemente liberalizado van dando alas a la inversión privada en un juego de suma cero frente a la pública.
Recientemente hemos asistido a un ejemplo de este proceso. La comunidad de Madrid renunció a 170 millones que le ofrecía el Programa Goyri del Ministerio de Ciencia, que le posibilitaría la contratación de unos setecientos nuevos profesores e investigadores en los cada vez más capitidisminuidos y hasta asfixiados campus públicos, cuya temporalidad de docentes alcanza a casi la mitad del profesorado. En este asunto hay que tener en cuenta el compromiso de Bruselas de rebajar a menos del 8% dicha temporalidad en todo el sector público, cuya media de puestos “precarios” alcanza en la enseñanza superior el 12,5%. El ex consejero madrileño del ramo simboliza la impronta privatizadora y capitalina del Gobierno de Ayuso: “Tú invitas [Estado central], que yo [Estado autonómico] pago la fiesta”. Huelga recordar, pero lo haremos, que las comunidades tienen transferidas las competencias universitarias, y que la Universidad es una institución “autónoma”, o sea, con capacidad de “autogobernarse”.
A los pocos días, la líder presidenta Ayuso rectificó, y aceptó enrolar a esos nuevos profesores en las seis universidades públicas de Madrid, que en otro caso se verían obligadas en pocos cursos a despedir a centenares de miembros de su Personal Docente e Investigador (PDI). Probablemente, a ir extinguiendo titulaciones minoritarias y naturalmente deficitarias. Sobre todo, humanidades, el origen histórico de la enseñanza superior, tras el impulso eclesiástico hace siglos. No faltan quienes, incluso gozando sus hijos de becas públicas para estudiar en una facultad o escuela técnica, no ven en el sistema universitario público más que endogamia y privilegios laborales, rasgos que la propia pertenencia a la Unión Europea ha ido limitando con agencias acreditadoras de méritos, sobre todo investigadores. ¿Es investigar en Arqueología, Historia o Griego útil? ¿Debe serlo imperativamente en la universidad, palabra cuya etimología alude a la totalidad y lo colectivo? Por lo demás, la investigación española “útil” es universitaria y pública, muy por encima de la empresarial y la que se realiza en los campus privados, donde no es este su principal objetivo. Nada que ver con la indagación científica de las privadas en el sistema estadounidense, por ejemplo. El modelo español es hermano del alemán (donde el 87% de las universidades son públicas), y del francés, neerlandés, escandinavo o italiano. El ideal meritocrático que suele esgrimirse entre los privadistas no tiene, de momento, mucho que ver con su trasunta visión universitaria. Lejos del mérito, el poder adquisitivo es una variable nuclear de la sustitución en curso. La complementariedad de ambas esferas, pública y privada, muta en competencia pura y dura. Y política.
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