El último, que apague la luz

14 de diciembre 2024 - 03:08

Llegan días de frío, y las ferreterías y los supermercados hacen muestra de calentadores cabrilleros, que así se llamaban los que se colocan cerca de las piernas bajo las mesas de trabajo; de aire, aceite o cristal (de éstos he sabido anteayer, tras un par de noches toledanas). En las oficinas y las aulas, una pequeña y tradicional dialéctica de género hace que ellos reclamen bajar los grados del termostato, mientras ellas piden lo contrario: todo un clásico del clima laboral.

Valga el anecdótico apunte para ampliar el foco sobre el cada vez más caro y variante precio de la energía doméstica. Un mercado de volatilidad incomprensible para el pagano final de la factura, dado que los proveedores de electricidad o gas son ya multitud, y no sólo ofrecen un servicio fundamental los grandes operadores de corte oligopolista de siempre, sino también una miríada de empresas con nombres desconocidos y novedosos. Un progreso teórico del libre mercado. ¡Bienvenida la mejora evolutiva! Aunque las cookies en las redes sociales y las llamadas a nuestros teléfonos desde quién sabe dónde forman parte del marketing en ese sector: ¿quién les proveyó de nuestros números e identidades, y quién les autoriza a utilizarlos? ¿Qué hace por evitar los abusos consuetudinarios la Comisión Nacional del Mercado y la Competencia (CNMC), regulador que, dicho sea de paso, sólo es capaz de hacer efectivas una mínima cantidad de las multas que impone a los grandes y pequeños operadores de energía, internet y telefonía, televisión o banca?

En concreto, es el mercado inextricable de la electricidad y el gas con oferentes multiplicados y de marcas mutantes un avance de un mercado liberalizado. Pero que, a qué negarlo, esconde sioux ordeñadores apostados detrás los matojos de las promociones de ocasión, que, una vez captado el cliente, pueden acabar en unos meses por arrearle con el tomahawk del cambio de tarifa repentino: donde te di gloria, te atizo castigo; un sinvivir para el desavisado, incapaz de encajar en su azarosa vida la vigilancia competitiva de los precios de la energía doméstica. Y, sobre todo: ¿a quién acude uno tras un abuso flagrante o una factura bandolera? ¿Y quién paga el tiempo y el desasosiego del particular que se encabrona –normalmente, con más razón que un santo– al ver debitado en su cuenta un implacable clavazo, que no puede rechazar sin verse envuelto en un marrón administrativo o jurídico, cuya resolución se demorará en el infinito burocrático y más allá?

Hace unos días conocí, por referencias de primera mano y bien creo que fiables, a un agente energético que, sólo con mirar medio minuto mis últimas facturas de luz y gas, me ha cambiado de proveedores. Y sin cobrarme un duro, ni poner –espero– mi suministro en solfa... con el frío inclemente que hace mes y medio al año en el lugar donde vivo (y el inclemente calor endémico durante otros cinco meses). Y no me cobra a mí por su intervención en mi pequeño mercado continuo, sino al nuevo mejor oferente: ese es su democrático oficio. De forma que me he liberado –espero de nuevo, con fe de enanito– de la distante y resistente empresa que no me hace ni puñetero caso a unas malas, desde hace años.

Quizá este sea sólo sea un dickensiano cuento de Navidad, el de un Oliver Twist pequeñoburgués, como usted y yo. Espero que no, y que el libre mercado no sólo sea un incentivo empresarial para operadoras de nuevo cuño, sino un verdadero ajuste del antiliberal dominio de los intereses corporativos sobre las necesidades básicas o superfluas de la gente corriente, en un juego transaccional donde el poder de quien factura y el de quien tiene el pago domiciliado por narices no tienen en absoluto el mismo nivel de información, músculo financiero ni capacidad de negociación.

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