El parqué
Álvaro Romero
Descensos moderados
Ocultaba la luna el fatigado rostro de la ciudad desgastada por el llanto del luto, y el frío de la noche dejó morir el aroma a incienso y el sonido de racheo sostenido. La ausencia del Cuerpo acompañó a la Soledad al templo y tras ella se cerró el portón de otra semana transcendental de recogimiento y búsqueda.
El reloj de la esperanza despejó las horas oscuras y la luz del entendimiento se asentó en la piedra removida del sepulcro, pero el vacío absoluto de la cueva veló la certeza de lo prometido. La presencia de las descolocadas vendas no fue suficiente para la total creencia y los discípulos del Señor corrieron angustiados para encontrarlo.
El alma del hombre no aprende, la revelación repetida de la finalidad de ese sufrimiento atroz no es suficiente, el ejemplo de quien soportó la humillación y el taladro de la piel y de la dignidad no es bastante. Necesitamos esperar la respuesta pronta, el milagro diario, la escucha inmediata, tocar con los dedos las palmas y el costado para confiar en Jesús Vivo, dejando condicionar la permanencia de la fe al cumplimiento de nuestras subjetivas exigencias.
Ignorantes, ciegos espirituales los que nos quedamos atascados en el dolor del Hombre crucificado en el Gólgota, lamentando Su muerte injusta y de desproporcionado calvario y vemos cierta Su presencia, cumplida la palabra de Resurrección, no en la certeza de su cuerpo resucitado sino en la esperada ayuda.
Apagado el último cirial la promesa del Vencedor de la muerte se ha de revelar en nosotros en el sudario enrollado, en la soledad de aquella cueva, antes de la aparición de los ángeles anunciadores, y no en la respuesta compasiva a nuestras peticiones.
El que sepa entender verá con claridad que la última promesa de amor de Jesús es el misterioso regalo de la contemplación eterna y no concebir como final lo que sin duda es el principio.
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