Opinión
Eduardo Florido
El estancamiento retórico de García Pimienta
Gumersindo Ruiz es un preclaro columnista de esta casa. Malagueño, fue en su día el catedrático de Economía más joven de la Universidad de Barcelona, y lo es de Política Económica en la de Málaga. Fue presidente de Caja de Antequera, germen de la caja bancarizada y hoy banco principal con sede en Andalucía, Unicaja. Escribe con gran finura, y su impronta literaria coexiste en sus columnas con un bagaje de primer orden académico y profesional: una alquimia ilustrada y poco habitual. El martes, en su pieza semanal en los diez periódicos de Grupo Joly, esbozó un esclarecedor panorama del sector turístico, que no se deberían ustedes perder (“Hay que asumir los problemas del turismo” es el título). Al rebufo, y con la venia, me permito aprovechar algunos extremos de esos cuatro párrafos.
El sector turístico es poliédrico: atañe a muchas otras industrias y servicios, por lo que no es fácil de evaluar su contribución al crecimiento ni a la riqueza. Menos aún son mensurables los efectos sociales sobre las localidades que se nutren de él, porque son diversos. Mientras que para ciudades como Barcelona o Madrid las patologías turísticas se subsumen en una estructura económica diversificada y poderosa, en otras como Málaga, Cádiz, Granada o Sevilla cobran las peligrosas trazas propias del monocultivo: un paradójico maná, con un probable impacto bumerán sobre el empleo y el bienestar de los residentes. Cerrando más el foco, lo que para una gran ciudad turística puede ser algo incómodo –pero convengamos que conveniente–. para un pueblo vaciado es “agua de mayo” (y ojalá que para los otros once meses del año).
El beneficio económico (en PIB y empleo) del turismo para los “destinos” es algo sujeto a controversia, si bien algunos munícipes y agentes del sector aducen que la Economía Transeúnte es una “principal fuente de riqueza”. Muchas de las ganancias se las embolsan lejanas plataformas de internet, o igualmente foráneos inversores inmobiliarios. Y malamente revierten en las ciudades, ni en su empleo ni en la calidad de vida de sus habitantes. El caso de Málaga es paradigmático: el turismo refulge... mientras el desempleo crece, y el precio del metro cuadrado se dispara. Que el ayuntamiento de Barcelona planifique la prohibición de las viviendas turísticas (pisos de comunidad que son pensiones noria sin casero presente), y que la misma Manhattan haya declarado la guerra a la plataforma Airbnb nos debe hacer reflexionar. ¿A quién beneficia el turismo que echa a la gente de los centros históricos y de sucesivos anillos alrededor de ellos?
Hay un hecho fundamental que se suele obviar en las loas al turismo: los crecientes puntos porcentuales que aporta al PIB se diluyen con su poderoso efecto inflacionario. Cuando la economía crece, pero la capacidad adquisitiva y de inversión de los “indígenas” se merma, estamos haciendo un pan con unas hostias. Si a esto unimos que el turismo es un excesivo consumidor de servicios públicos de agua, limpieza, infraestructuras y seguridad, en un juego de suma cero gana quien, por lo general, no es de aquí... y pierde quien se queda aquí porque vive aquí. Los inmuebles se revalorizan, pero tanto como se encarecen. Para una familia media, alquilar una vivienda en un lugar objeto del deseo turístico es inasumible. No digamos comprarla. Para quien ya la posee, el alquiler estable de su propiedad resulta un negocio perdedor: el incentivo es ponerla en manos de un agente turístico. Cosa que quizá pueda beneficiar a una mínima proporción de los habitantes, y sólo a corto plazo. El derecho a la vivienda que establece la Constitución colisiona con otro derecho fundamental, el libre mercado. ¿A esta rata, quién la mata?
Todo lo cual queda dicho por mis propias manos y boca, que no por las del inspirador maestro Gúmer.
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