El parqué
Jaime Sicilia
Siguen las caídas
Hemos olvidado el valor de las cosas hechas con la necesaria dedicación. A veces quisiera pararme a sumar las horas que, cualquier semana del año, el prioste de mi hermandad, Álvaro Martín, invierte en preparar hasta el más mínimo detalle. No espera de su trabajo una gran difusión ni una sarta de corazones en el Instagram, ni que haya una red de admiradores dispuestos a la alabanza del último pliegue del manto, porque es propio de su estilo y se repite a la saciedad en todas las imágenes a las que toca, como otros, con su gracia santificante. Él, como tantos otros priostes y entregados cofrades, le ofrece a la Pastora su tiempo, que vale más que el oro en una era en la que todo es “para ya”, lo más breve, lo más rápido, lo más fácil y lo que menos implicación necesite.
Los calendarios de Google, los ordenadores, los correos electrónicos y párese usted a ver otras mil maneras de facilitar el trabajo, no han conseguido que ciertas labores de las hermandades dejen de requerir una entrega, y casi una esclavitud, a prueba de relaciones de pareja, vínculos familiares, amistades y camaraderías. Me angustia sentir cómo a veces me inunda el ansia por tener que ejecutarlo todo rápido y veloz, y muchas veces lo consigo, pero otras, las prisas me dejan un sabor metálico, inexpresivo e incapaz de llegar a donde yo sé que podríamos hacerlo si la tarea se ejecutara con tiempo, con más tiempo.
Eso es lo que cantaban las Pitorrisas, del Remolino y Manuel Alvárez, hace más de quince años, en el Carnaval de Cádiz: “Tiempo, necesito tiempo”. Y es lo que precisan las cofradías: horas de vida, días de amor, años sin término. Y aunque sigan los mismos, o los cambie la oposición, a todos les pido lo mismo: que la tarjeta de picar la dejen en sus casas, que a las hermandades se viene a darlo todo, y no a que te apunten en la hoja de horas trabajadas la suma del jornal. No le pongáis un cronómetro a las cofradías, que las cosas de Dios no tienen tiempo.
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