Manuel Campo Vidal
Por un alto el fuego en España, como en el Líbano
Imaginen que un chaval de Gines, avezado jinete rociero, se marcha a Estados Unidos a estudiar y se convierte, por encima de texanos y mexicanos, en el campeón absoluto del rodeo, en la gran estrella de algo tan ajeno a nuestra cultura española. Pues algo muy parecido es lo que ha conseguido Carolina Marín, una onubense de una mirada ganadora que lo atraviesa todo. Su intromisión en el bádminton del más alto nivel es una huella indeleble en la historia del deporte. Es una pionera entre pioneras, también por su condición de mujer en un mundo donde los cromosomas vierten demasiada tinta aún.
A los andaluces que empatizamos con tantas cosas con las que también empatiza Carolina nos ha inflado el orgullo su briosa vuelta al estrato final de los elegidos durante estos Juegos. Su partido de cuartos fue puro magisterio y por esa senda abundaba en la semifinal con sus golpes preñados de reflejos, elasticidad y astucia ante la china He Bing Jiao. Con el primer set ganado y 10-5 en el segundo, tenía el partido en el bolsillo para jugarse el oro con la número 1 del mundo. Pero sus mayores enemigas en los Juegos podían ser sus dos cicatrices en las rodillas. Y así fue. En el deporte de élite, los dos extremos se tocan más que en ningún otro rincón del mundo: estás paladeando la gloria y en un chasquido, crac, caes al infierno. Era un riesgo asumido, pero al guionista se le fue la mano y todos hemos llorado con ella.
En frío, cuando retome su rutina rodeada de su gente bajo ese cielo azul purísima tan huelvano, esta pionera volverá a palpar que, en deporte, los extremos se tocan. Y que la desgracia se acerca tanto a la gloria, que a veces la toca: más gente la admirará, se le acercará y la felicitará cuando vaya a la aldea a hablar con la Blanca Paloma ahora, tras quebrarse su rodilla, que si hubiera ganado su segundo oro. Su llanto ha trascendido a quienes nos cautiva el deporte. Shine on you crazy diamond. Sigue brillando, diamante loco.
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